Mar del Olmo

Mi experiencia con Jane the Virgin: amor romántico en vena

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Permitidme la licencia por esta vez. No voy a hablar de qué leer sino de qué ver. Son muchas horas libres como para consumir solo noticias. Demasiada información y, por descontado, no toda veraz o relevante. 

Así que, lo confieso, me había resistido a ver Jane the Virgin durante mucho tiempo. Quedaba mucho más molón, en los cafés post reunión de mi oficina, comentar Juego de Tronos, Outlander, Peaky Blinders... Las comedias románticas están pasadas de moda.

 

En todas esas series hay sexo duro a granel, violencia extrema, extorsiones mafiosas, ansias de poder y muy poco amor romántico apto para todos los públicos.

Y eso que ya he confesado en más de una ocasión que las generaciones venideras han visto mucho más de todo que yo. Ellos no necesitan que les endulcen las historias porque, si lo hacen, les terminan resultando poco creíbles. ¡POCO CREÍBLES!

Creo que ha llegado el momento de reinterpretar ese “para todos los públicos” de modo que se entienda como lo que realmente es: productos para mojigatos que no quieran ver siempre la dura realidad en un programa de entretenimiento.

Aunque Juego de Tronos y sus dragones no tiene mucho de la vida real. O eso quiero creer.

 

 

Durante estos dos meses que llevamos confinados (no pienso decir cuarentena nunca más, esto es el triple de largo) he tenido que cambiar mis hábitos y adaptarlos a este estado de ánimo cambiante que me sorprende alrededor de tres veces al día. 

No seáis malpensd@s, no coinciden con las horas de las comidas. De hecho, creo que hasta estoy perdiendo un poco el apetito. Lo que de verdad necesito es comerme un pescaíto con los pies enterrados en la arena de una playa mientras contemplo el mar. De eso sí estoy hambrienta.

Volviendo a Jane the Virgin... ¡Estoy enganchadísima! 

Los pocos ratos libres que me quedan los dedico a devorar capítulos. Y yo, que nunca he sido de telemaratón, los hago a diario. Soy incapaz de consumir un solo episodio. Siempre quiero más, y más.

Quitémonos las caretas: yo muero por comedias de amor romántico. Esas que no llevaría jamás un rombo si las televisaran en los tiempos de mi niñez. Folletines dignos de la mejor telenovela. Eso es Jane the Virgin. 

Tiene malas muy malvadas, una heroína que no es el colmo de la belleza, un guapo a rabiar que encima es bueno (y está mejor), padres que conocen a sus hijas cuando los convierten en abuelos, crímenes de todos los colores, rivalidad de machos (el alfa y el blandito), asesinatos no cruentos en pantalla, cabecillas del crimen organizado y una aspirante a escritora, que para sorpresa de una audiencia del siglo XXI, es virgen por decisión propia.

En el fondo, tiene una pizca de todos los ingredientes de las series más consumidas, pero todo muy digerible para no sufrir ni un pequeño ataque de tos.  

No hay ni gota de sexo, solo alusiones veladas y muchos besos muy románticos. Ya os dije que yo era más de besos que de achuchones, así que esta comedia romántica es la culminación de mis aspiraciones. 

Se trata de la nueva telenovela: la telenovela 2.0. Y espero que haya llegado para quedarse.

No digo yo que no haya ocasiones en los que me entren ganas de decirle a la virgen que es más tonta que hecha de encargo, que le da demasiadas vueltas a todas y cada una de sus decisiones, que se toma demasiado en serio sus promesas de niña obnubilada por las fantasías religiosas de las monjas, y que la verdad, a veces, está sobrevalorada. 

Jane se debate entre el amor hacia dos hombres: Michael, un rubito con cara de ángel y coloretes de haber corrido mucho al sol a mediodía, y Rafael, un morenazo hortera en sus vestimentas, con mirada picarona, pasado de malote de manual y unos labios que sonríen de medio lado.

Ella tira hacia el bonachón y yo le pediría el teléfono del malote para consolarlo mientras sufre por el amor de quien no le corresponde. ¡Que no es tonta!

Esta díada bueno-malote me da pie a otra de mis reflexiones de bajo perfil: a una ingente cantidad de féminas nos atraen poderosamente los malotes, pero a la hora de la verdad, como pareja estable, nos decantamos por los buenos de clase. 

La estabilidad emocional es un puerto seguro que nos hace tomar decisiones racionales para sobrevivir. Supongo.

 

No me imagino una convivencia plagada de altibajos provocados por ese macarra de baja estopa que te quiere un día sí y al otro no. Que te cambia por una caña bien tirada en compañía de sus amigos. Que no atiende a tus hijos porque se ha ido a dar una vuelta con su moto de gran cilindrada y la chaqueta de cuero abierta, dejando al descubierto un pecho perfectamente musculado y muy viril... ¡STOP!

Es el momento de borrar esa imagen tan irresistiblemente sexi de vuestras mentes. Esos señores nos dan quebraderos de cabeza y un puesto vitalicio en la peluquería de tu barrio para tapar las canas que brotarán con cada una de las escapadas de semejante ejemplar. 

Supongo que eso es lo mismo que le está pasando a nuestra Jane. ¿Os acordáis? La virgen de la que hablo al principio de esta entrada. 

¿Seguridad o amor pasional? Un terrible dilema.

 

¿Hay alguien con la frialdad suficiente como para apartar de su vida a quien te remueve las entrañas en pos de una existencia sin sufrimiento?

La gran mayoría caerá en el error de base más común de todos: confiar en que cambiará los defectos que causan dolor.

Y mientras se dan contra el muro de hormigón de la realidad, como nos ha pasado a muchas supervivientes de los amores platónicos, yo seguiré enganchada a Jane the Virgin. A los besos y las tardes de sábado de maratón de series.

Porque, como decía el gran Forrest Gump, la vida es como una caja de bombones y a mí no me gustan los que están rellenos de licor.

Cuéntame, ¿te has enganchado a algún vicio inconfesable en estos días?