¡Ay, amiga, qué duro es a veces este oficio de la escritura!
Porque si fuera por darle a la tecla y dar rienda suelta a la imaginación, yo sería más feliz que nadie. Todo el día inventando historias, esas que mis dos aborrescentes no quieren escuchar y que han esculpido en mi maltrecho cuerpecillo. Y no digo cuerpecillo porque esté delgada y esbelta como Giselle Bundchen, que todavía no, sino porque estoy hecha un escombro con patorras.
El caso es que me he dado cuenta de que llevo más de un mes sin añadir ni una coma a mi tercera novela.
¿Qué te falta una?, ¿la segunda?
Me gustaría poder decirte algo más, pero soy de la opinión de que contar las cosas fuera de plazo las gafan, así que tendremos que esperar a finales de la semana que viene para valorar si tengo algo que contaros o no de esta segunda que me he saltado a la torera. O no, quién sabe.
Retomo donde lo dejé, es decir, más de un mes sin añadir una coma a mi tercera novela. ¿Por qué? Porque no soy capaz de estirar más las horas que tiene el día.
El horario es estricto: el despertador suena a las siete de la mañana. Me tomo la pastilla del tiroides y me quedo otro rato en la cama para que recorra las fibras de mi escombroso sistema hormonal hasta llegar a «la mariposa» que regula mi apetito, mi carácter, mis anchuras, mi cansancio, el frío glacial que congela mis extremidades… Como es lógico, me vuelvo a dormir. Suena la alarma a las 7:10, decido que es demasiado pronto y que el Eutirox no ha subido todavía a la planta de oportunidades, así que cierro de nuevo el ojillo legañoso que se entreabrió para ver la hora. Vuelve a sonar la alarma a las 7:20 y a las 7:30 y no soy consciente de sonido o vibración alguna. A las 7:40 me pica la muñeca izquierda a causa de un nuevo toque de atención para que me levante de la cama y es cuando por fin decido hacerlo.
Desayuno, un ratito de noticias, vistazo rápido a los cientos de mensajes de WhatsApp que mis adorados grupos han tenido a bien lanzar durante la noche —¿esta gente no descansa jamás o vive en el otro hemisferio? — segundo café, recoger por encima algo de la casa para sentir que no me he convertido en la asistenta de mi familia, ducha y me siento frente al ordenador. Como quien no quiere la cosa, me han dado las diez de la mañana.
Miro mis cuatro buzones de correo electrónico, a saber: el personal, el del personaje que escribe, el que cruza la puerta con insignia de sabedora de marketing y el que subyace tras mi faceta de jefa mandona de un tercero que no trabaja para mí. No hay ni un solo mensaje que no contenga publicidad o herramientas nuevas de las aplicaciones que uso para mis redes sociales de escritora.
Con el ánimo un poco bajo porque el Señor Planeta o la Señora de Penguin no han descubierto mi talento, miro el reloj y veo que es hora de meterse en Clubhouse. A las once de la mañana tengo una cita con Pilar, Lydia y MJ. Al principio quedábamos solo los viernes, como esas amigas casadas que tienen que librarse del compromiso de maridos, hijos, suegros y padres y que ven ese día como una liberación de La Bastilla en modo patrio. A veces hasta me daba tiempo a hablar con ellas e incluso un día tuve estrellita verde de moderadora. Ahora han empezado a quedar sin mí. Y no es culpa suya, sino mía. Yo he perdido la facultad de hacer dos cosas a la vez, escuchar y hablar, escribir, concentrarme o lo que se tercie, así que no tengo fuerzas para dejar de lado las obligaciones y quedarme con ellas de conversación. Siento que están avanzando sin mí y haciendo nuevas amistades, pero tengo que dejarlas ir. Nunca me han pertenecido.
Después de mi momento de drama, salto de un tema a otro sin capacidad de concentración. Me han hablado del método Pomodoro, que, aunque me suena a una riquísima salsa para combinar con unos deliciosos tallarines, se trata de una manera para ayudarte a concentrarte en espacios de tiempo relativamente cortos para alternarlos con descansos cortos que oxigenan tu cerebro. A ver si mañana o pasado lo pruebo.
Con tanto pensamiento, se ha hecho la hora de cocinar para la tropa. ¿En qué momento me pareció buena idea cambiar los tacones y el traje sastre por sartenes y delantales?
Mientras mastico en silencio junto a mi adorado cónyuge mi móvil no deja de lanzar señales de humo al tiempo que crece el número rojo del icono de la aplicación de mensajería. Esa será mi tabla de salvación para no escuchar las noticias y mantenerme despierta. Bueno, y un par de onzas de chocolate negro con almendras. Placer en estado puro.
Vuelvo al despacho a remirar correos, retomar contactos, seguir manteniendo alta la moral de mi tropa interior con respecto a mi futuro profesional como autónoma cuando deje de cobrar el paro, gestionando contenidos para mis redes, escribiendo artículos para el blog, hablando con la editorial para aclarar dudas respecto a la próxima presentación de mi querida novela y fin de la tarde sin añadir ni un mísero párrafo a esa historia, anclada en las 19 000 palabras y que se encuentra solo en sus primeras fases de vida. Tengo demasiado que contar y me falta el tiempo.
Corrijo, me falta saber aprovechar el tiempo. Porque estoy enganchada a tres juegos en el móvil, leo como si se fueran a quemar mañana todas las Bibliotecas de Alejandría del mundo y me lío mucho más de lo que me gusta reconocer.
No voy a explayarme hoy con las interrupciones de los cachorros porque son demasiado mayores para llamarlos así y se me pone muy mal carácter. Las doce llamadas al minuto cuando ellos me necesitan, choca de frente con mis frustrados intentos de localizarlos cuando necesito que compren el pan o paseen a los perros.
Pero será tema de otro día, porque hoy ya es tarde y me tengo que ir a Pilates.
Cuéntame si tú sabes repartir tu tiempo ordenadamente o entras en el caos como yo. Si además quieres compartir técnicas infalibles, ganarás un gallifante.