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ECONOMÍA COLABORATIVA

ECONOMÍA COLABORATIVA

¿Conoces el término economía colaborativa? Nació hace no muchos años para dar nombre a un estilo de vida que empezaba a despuntar, empujado por un montón de apps; sí, en los albores de la gran dependencia tecnológica mundial.

 

Porque lo creamos o no, hace quince años nadie dependía del móvil. Vivíamos un poco menos conectados, nuestra caída en picado comenzó con Whatsapp, que según la Wikipedia nació en 2009. Vamos, que ahora mismo se encuentra en plena adolescencia y por eso de vez en cuando se cae a nivel mundial. Le debe entrar una rabieta y aguanta la respiración para que le prestemos un poco más de atención. ¡Más!

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Pero sí que se empezaba a hablar de portales en los que podías alquilar la casa de un particular, en cualquier lugar del mundo, para pasar unas vacaciones en Bali, París o Roquetas de Mar. Se acabaron las quincenas fijas de los hoteles y apartamentos, los horarios para el desayuno o la limpieza, el lanzarse de cabeza a la piscina con tu toalla colgada del brazo para pillar sitio lo más cerca posible del agua, la frialdad y falta de personalidad de la decoración en mármol y madera de pino barnizada en color miel…

 

Luego llegaron las infinitas posibilidades para compartir tu coche o encontrar trabajo en cualquier lugar del mundo.

 

Según avanzaba esta corriente, mi mente divagaba sobre la fortuna que tenían mis hijos por haber nacido con esta incipiente cultura. El mundo estaba abierto en canal para ellos; podrían servirse de esta nueva mentalidad para no vivir atados a unas letras de un coche que perdiera valor cada kilómetro recorrido, el globo sería su lugar de trabajo, no había fronteras para ellos.

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Yo, que me crie en Valladolid y no había ido ni de campamento de verano jamás, soñaba con que mis cachorros ampliaran sus horizontes hasta el infinito y más allá.

 

Tanto fervor por ese modo de vida debió hacer mella en mi manera de educar a los aborrescentes porque vaya que si asumieron como suya la economía colaborativa. Sobre todo con el paso de los años. Cuanto más largas tienen las piernas menos desean moverlas (dentro de casa, para bailar o salir con los colegas tiran millas).

 

Ahora que ya son un proyecto de adulto en formación (me atrevería a decir que en modo cocción lenta) su vida es un ejemplo de economía colaborativa. Me explico por qué.

 

No les hace falta comprar un coche. Es un gasto innecesario. Cogen el de mamá que, como trabaja desde casa corrigiendo escritos ajenos y tecleando letras para construir novelas, no lo necesita. Ella, como titular, paga el seguro, el impuesto de circulación, la ITV, el mantenimiento y, si me apuras, le hacen la envolvente para que pague la gasolina. Eso sí, nada de las low cost, a mis cachorros solo les gusta la de Repsol que cuida el motor del vehículo. Conducir mi coche hasta apurar la reserva, no.

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Invertir en ropa es un atentado contra el medio ambiente. Sí, está Wallapop en el que puedes hacerte con ropa y calzado de segunda mano, pero está usada y hay que tener mucho cuidado lo que eliges, porque el mundo virtual está plagado de estafadores. Si el aborrescente 1 no tiene una camiseta limpia, se acerca al armario de papá y pilla la mejor de todas. No la devolverá jamás, porque en ese mismo momento empieza a considerarla suya. Su padre se volverá loco buscándola, yo vaciaré diez veces el resto de la ropa sucia por si se la hubiera tragado, como hace la lavadora con los calcetines, pero será en vano. La prenda yace entre el montón de camisetas amontonadas en el sofá que número 1 tiene en ese cuarto que tanto me asusta mirar. Lo mismo se puede aplicar a los calzoncillos. Nada menos higiénico, pero así es nuestra vida. Tengo suerte de no compartir talla con aborrescente 2. Ella no alcanza la XS y yo llevo XL en más de una ocasión, y no por gusto. Pero sí me pasa con los calcetines y algún jersey, que ahora a número 2 le ha dado por llevar prendas inmensas u oversize. Soy una perra y lo sé, pero he escondido tanto los calcetines para que deje de robarme y ponga una lavadora, que yo tampoco los encuentro. Voy a tener que llamar a Lobatón o comprarme un pack en el H&M y me va a dar una rabia…

 

El tema del plástico en nuestro mundo es «el mal», el demonio hecho materia. Tenemos una isla de basura en medio del pacífico que me quita el sueño. Y esto no es broma. Pienso en el maravilloso planeta que tenemos y el modo en que lo estamos arruinando y me entran ganas de llorar. Mis hijos no sé si están tan concienciados como creo. Sé que les hemos enseñado a reciclar desde muy pequeños. Que hemos ido al campo y hemos recogido la basura ajena porque éramos incapaces de dejarla allí (no al extremo de los japoneses en los estadios de fútbol). Con estos conceptos tan interiorizados aplican la economía colaborativa en casa. Si están en el baño, van a ducharse y se les ha acabado el gel, el champú, la espuma de afeitar o los discos desmaquillantes no piensan en añadir envases de plástico a nuestra bolsa de basura; tiran del gel del baño de sus padres y el envase vacío se quedará engrosando los trofeos de su estantería para recordarle a mamá que tiene que comprar para poder enjabonarse ella. Ni siquiera tienen la decencia de llevarlo al cubo de basura. Eso sí, en el campo siguen recogiendo no solo lo que ensucian ellos, sino lo que han dejado los demás. Tengo un consuelo al que agarrarme.

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Como no puedo evitar sentirme culpable por todo lo que estos dos hacen y que no se adapta a mis expectativas, me pregunto qué he hecho mal. Y ahora también lo comparto con el padre de las criaturas que, a golpe de agónicas repeticiones por mi parte, ha asumido que hemos debido cometer no uno, sino muchos errores para que este par sea así.

 

El mundo los va a meter en vereda, pero mientras, los sufridores somos su santo padre y yo.

 

El ciclo vital habla de nacer, crecer, reproducirse y morir. Yo ya los he visto nacer y crecer, se han reproducido en esta casa trayendo animales de compañía que luego no tienen tiempo de cuidar, así que creo que ha llegado el momento de que sigan reproduciendo su personalidad entre otras cuatro paredes, para que mi marido y yo respiremos. Que si no me veo que no nos hemos desintoxicado de los hijos cuando nos traerán a los nietos para que se los cuidemos.

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Doy gracias al cielo porque hayan evolucionado, igual que sus cromos de Pokemon, y ya no crean que mi monedero también forma parte de esta economía colaborativa en la que lo mío es de todos y lo suyo muy suyo, aunque lo hayan tomado prestado sin permiso.

 

La vida es corta y es mejor prevenir. Diosito, consérvales el trabajo muchos años y pon a su alcance algún piso de protección oficial para que puedan independizarse.

 

Amén.

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