Hace tres años, cuatro meses y quince días que decidí hacer un cambio de sentido radical en mi existencia. Despedidas sin abrazos y bienvenidas silenciosas a un rumbo mucho más solitario, pero más confortable, para lo que mi alma me dictaba en un susurro por las noches.
Nunca me he arrepentido; a pesar de los ataques de pánico, de la inseguridad, la incertidumbre, el síndrome del impostor, las lágrimas, las frustraciones…
Todo eso no son más que unos párrafos no escritos de la vida, pero no por ello inexistentes. El paso por este mundo en busca de nuestro propósito me recuerda a las montañas rusas que tanto vértigo me producen: un ascenso lento y ruidoso con maravillosas vistas al firmamento para, una vez hecha cumbre, una caída a gran velocidad, poseída por el terror al batacazo y la incertidumbre de si se trata solo de una actividad pasajera o el final de tu historia.
Y de miedo hay mucho en este día.
A pesar de afirmar, para quien quiera escucharme, que jamás me he arrepentido de mi tajante decisión, lo cierto es que el miedo al futuro económico me ha acompañado en varias pesadillas a lo largo de estos años de singladura. Me juré que no iba a volver porque no era ese mi camino en la vida y sin embargo, he empezado a postular en aquellos trabajos que creía podrían convertirse en una historia de amor como las que viví tiempo atrás.
Debo confesar que me equivoqué.
Tal vez no estoy preparada para la negativa, y pienso que debería haberlo visto venir. Desde el primer momento. Si te dicen que estás sobrecualificada para un puesto, en realidad lo que te están insinuando es que no encajas porque eres demasiado mayor y puedes crear conflictos en un equipo formado por genetee mucho más joven que tú. O que pretenderás robarle el puesto a tu superior en cuanto veas el más mínimo resquicio.
He visto pasar el último tren y, sola en esta estación que son mis páginas en blanco, siento una tristeza abonada por el otoño y el dolor de espalda, producto del tirón en las lumbares que me dio ayer.
Soy mayor, muy mayor, pero no inservible.
He intentado poner en práctica muchas de las cosas aprendidas en los artículos que hablan de entrevistas de trabajo a partir de los 50, y tengo que reconocer que en las redes quedan mucho más vistosas.
Cuando me preguntaron si había llevado equipos, respondí que había liderado con éxito a dos adolescentes gilipollas que ahora son dos adultos de bien. La cara de mi entrevistadora estaba oculta tras un teléfono sin videollamada, pero estoy segura de que al menos un respingo sí que dio.
No me caracterizo por ser aduladora, sino más bien por una sinceridad a prueba de bomba. Ojo, sin rallar en la mala educación. Soy olvidadiza para las mentiras, y antes de que me pillen en un renuncio, tiro de verdad y así, si alguien corrobora mi historia, no será porque lo hemos preparado previamente. Así que, cuando había cometido un error de principiante, no supe salir honrosamente con una mentira o una verdad a medias, y la sinceridad, en ese momento, jugó en mi contra.
Así que me he quedado de nuevo en casa, con mis escritos y mis correcciones y en el fondo, no puedo dejar de repetirme que ese puesto y yo no estábamos hechos el uno para el otro. Llegarían tiempos revueltos, momentos malos, crisis y discusiones y sin una decisión firme detrás, el castillo de naipes se derrumbaría con un estornudo de cachorro de gatito. Ni lobo soplando le haría falta.
Una vez más, de vuelta a agradecer al universo que me ponga en mi sitio cuando yo me despisto y trato de tomar el camino equivocado.
Seguiré preguntándome cuál es mi propósito de vida, y tengo a mi lado gente maravillosa que me guía. Esos llamados seres de luz que para mí son mis gusiluz, los faros que me orientan mientras los abrazo fuerte. Incluso desde la distancia.
Y que, a pesar de que uno de mis cayados me escribió algo tan duro como «podrás contar una inspiradora historia para los demás, pero no estás diseñada para resolver y verle el sentido a tu propia vida», me voy a quedar con lo de que voy a contar una historia inspiradora para los demás. Incluso puede que dos o tres más. Tengo la cabeza llena de protagonistas hablando por las noches que me tienen loca perdida; sí, más todavía.
De momento, voy a terminar de moldear a Ezequiel, mi último protagonista, y en este otoño de mi vida, antes de que lleguen las nieves a mi cabello en forma de canas y no de caspa —para los marranetes— me regalaré un día a día convencida de mi suerte.
Gracias, vida.