Que no cunda el pánico. No estoy embarazada a los 50. No voy a tener un bebé. No de manera natural, al menos.
Solo que necesitaba compartir dos inquietudes que me están corroyendo las entrañas.
La primera tiene que ver con la ignorancia de nuestra descendencia, esos aborrescentes que pueblan todas las pesadillas de mis noches. Porque, aunque podría considerar a mi hija casi una mujer, sigue siendo una niña en algunos temas. O una inculta de preocupar. Así que me quedo con la primera opción por supervivencia mental.
Creo que he hablado delante de ella cerca de un millar de veces de que no tengo la regla hace años, muchos años. Y si no he mencionado concretamente la menstruación, sí he pronunciado la palabra "menopausia" más que "por favor". Y soy muy educada.
Doy por hecho que en el colegio ha dado el aparato reproductor. Que sí, que ha estado apuntada pocos años al colegio y que ha faltado a clase más que los políticos al Congreso, pero…
¿Cómo ha podido preguntarme hace unos minutos que si estoy embarazada? ¡¿a los 50?!
He cogido una bolsa y he respirado dentro. Un síncope me ha dado ante la incultura de mi niña. Y no existía el PIN parental en su más tierna infancia, lo juro. Que yo creo que hasta ha tenido educación sexual.
¡Si la tuve yo y asistía a un colegio de monjas!
Me persigue su cara seria juzgándome por inconsciente.
Hace años, cuando aún era fértil, mi aborrescente masculino fisgó en mi bolso (a saber en busca de qué) y encontró una prueba de embarazo.
Al día siguiente me dejó una misiva que reproduzco a continuación:
“Mi madre va a tener un bebé porque en la Farmacia se ha comprado el test de embarazo y también porque mi padre y mi madre han estado hablando de eso en el baño. Les he escuchado y yo no quiero tener un hermano. Estoy así bien y si viene un bebé a casa yo me piro. En serio. ¡No quiero un hermano! Como tengan un bebé ya no son mis padres. Como lo tengan no les voy a hablar. ESTOY ENFADADÍSIMO CON VOSOTROS.”
Once años tenía el prenda… Las faltas de ortografía las he corregido. Por vuestros ojos y mi corazón.
No sé qué manía tienen estos dos de que no se amplíe la familia. Al menos la humana, porque con la animal, me cuesta horrores mantener el índice de penetración en la familia.
Y ni un chiste sobre la penetración, que de eso hablaremos en otro momento.
¡Con lo que me habría gustado a mí tener un tercer hijo! Estoy segura de que los dos que ya tengo serían más libres y estarían menos pendientes el uno del otro.
Y como no llegó el tercer retoño, entra en juego esa segunda reflexión que me ronda esta loca cabecita…
Nunca he sido niñera. No en el sentido de embobarme cuando un niño me ha intentado conquistar con sus medias palabras o echándome los brazos en señal de amor. Cuando voy por la calle no me llaman la atención las mamás y sus cochecitos, pero si veo un perro, no importa su tamaño o edad, le hablo como si fuera un bebé humano.
Ridículo, lo sé. Formo parte de esta estúpida tendencia de humanizar a las mascotas. Pero es que nos dan muy buenos ratos. Que nadie nos juzgue con dureza.
A pesar de estas confesiones, he descubierto que sí tengo inclinación por los bebés. De silicona.
Como no estoy embarazada ¡quiero un reborn!
Muero por uno. Y a falta del impulso y la capacidad económica para adoptar uno (que los muñecos reborn no se compran señores, se a-dop-tan) he devuelto a la vida a mis muñecas de la infancia.
No es lo mismo, pero algo de consuelo recibo.
La Nancy es más tiesa que un palo, y no tiene nada de bebé. De hecho, la mía tenía un sujetador color carne digno de mención especial. Es una muñeca con un vestidor confeccionado por los mejores modistos, así que no es achuchable. Aun así, no puedo soportar que pase frío. Y como sus vestidos debieron perderse en uno de mis múltiples traslados de domicilio, le hago atuendos raros con ropa de bebé. Todo con el único fin de taparle los pies, que los catarros empiezan por ahí.
También he abrigado dos muñecos que le regalé a mi hija en un vano intento de despertar en ella sentimientos positivos hacia los humanos.
Mi aborrescente apenas jugó con muñecas a pesar de mis infructuosos esfuerzos. Ella prefería los animales y los deportes. Y no me quejo en absoluto de su elección. Podría haberle dado por el póker...
Pero mi mente recalcitrante tenía grabado a fuego que había que regalar muñecos. Al tercero paré. Era negro y le arrancó una pierna y se negaba a bañarse con él. ¡Y eso que ya lo veía sucio!
Ahora son míos. Y duermen, con ropa calentita, en mi armario, junto a mi Nancy.
¿La ventaja de mi locura? Que mi niña no abre mi armario porque le da mucho miedo encontrarse con ellos, así que tengo toda mi ropa a salvo y para mí solita.
Me encantaría saber si hay alguna loca más entre vosotras. ¿La hay?