Me parece increíble estar hablando de un término que creía enterrado. Recuerdos de películas de espías entre el bloque occidental y oriental. Rusos contra americanos, un clásico del cine patriótico made in USA.
Pero hoy es tan actual que me hiela la sangre, y ese frío no es solo por una guerra sin bombas, sino por la ignorancia de esta raza que tildamos de inteligente: la nuestra.
Sigue pesando en la balanza el deseo de un terruño que no aporta más que un milímetro de poder y diez toneladas de ego; unos intereses económicos que son los que mueven el mundo; una necesidad de escribir en rojo unas líneas de historia, aunque el tinte carmesí sea por la sangre.
Hace un año yo me quería convencer de que este mundo había aprendido lo suficiente como para no emprender un conflicto bélico en territorio europeo, suponía que la de los Balcanes fue la última masacre que conocerían mis ojos.
Estúpida de mi. Infravaloré al nuevo megalómano hinchado de bótox , henchido de ego, hambriento de poder.
En Ucrania hoy la guerra la han vuelto gélida las temperaturas. Aunque existe el calor de las llamas causadas por unos incesantes bombardeos sobre la población civil.
Esta madrugada, envuelta en mi cálido edredón y abrazando a mi gata, los he imaginado a ellos, a esas víctimas inocentes de que los blancos sean las centrales eléctricas para desabastecer a la población de esos pequeños grandes lujos que hemos conquistado como civilización. Sin hogar, sin calor, sin seguridad sobre nuestros ánimos abandonamos toda esperanza.
También hace frío en Siria y en Turquía. Porque los muros derribados , los escombros que sepultan a cientos o quizás miles de personas no dan calor. Aprisionan el cuerpo, la esperanza por sobrevivir, la fe en la vida, el aire que insufla el alma.
Las imágenes de la devastación de dos países tan próximos, apenas la distancia entre dos dedos en un mapamundi casero, me parten en mil pedazos difíciles de recomponer. Mi imaginación desbordante no logra evitar un sentimiento de sepelio en vida, familias enteras bajo los cascotes sabiendo que se les escapa la vida y nadie acudirá al rescate. Porque nadie sabrá qué están ahí debajo. Porque son los olvidados por el mundo.
Las noticias colocan en primer lugar a Turquía y se olvidan algo más de Siria. Porque los segundos están en guerra desde hace doce interminables años, una guerra que, por cotidiana, ya no nos duele como antes, macilentos de batallas que nos dejan fríos porque forman parte del panorama mundial. No es novedad. No es noticia.
Se acabó la pelea por quién se queda con qué cupo de refugiados sirios. Ya no son problema de nadie porque yacen sepultados bajo las ruinas que dejó el terremoto; un pequeño desplazamiento de dos metros que ha cambiado el mundo conocido de demasiados miles de personas.
No me puedo aventurar en una cifra de víctimas mortales porque, mientras las letras caen en cascada, se suma una familia desaparecida más, un centenar de fallecidos más, un puñado de víctimas anónimas que no verán un nuevo amanecer.
Tengo la sensación de que hoy escucho menos frases de ese optimismo irreverente que pretende marcar nuestro ritmo. Hoy nadie entona un «todo va a ir bien» porque todo está saliendo mal. Más bien al contrario, quisiera que los afortunados que seguimos hoy igual que ayer gritemos bien alto que la vida nos sonríe len casi todos los momentos. Que seamos conscientes de que la mayor parte del tiempo que perdemos en quejas vanas y ridículas son horas que no regresarán, que nos lamentamos porque creemos no tener una vida perfecta basada en hechos irreales vistos en películas de guion poco original.
Un traspiés laboral, que no tengas el nivel de vida de tu vecino, pelear con tu hijo adolescente, no tener las mejores fechas para tus vacaciones, no poder pagar un crucero por el Báltico no pueden considerarse dramas. Son deseos no cumplidos y no necesarios para nuestra felicidad.
Estamos tan perdidos, tan confundidos, con un concepto tan egocéntrico del mundo, que nos hemos olvidado del concepto «humanidad». Nos importa bien poco el bienestar ajeno, donamos unos cuantos euros, los que nos sobran, y adormecemos nuestras conciencias hasta la próxima catástrofe mundial.
Hemos perdido el sentido y cortamos las alas y las ansias de saber de las mujeres en Afganistán e Irán. Han sepultado su esencia bajo los escombros de una religión mal interpretada. El miedo a lo que puede cambiar la perspectiva de todo lo conocido los obliga a silenciar esas voces que claman por un cambio que no haría falta pedir.
El mundo está loco, se está volviendo hostil para demasiados, nos está declarando una guerra fría de la que no saldremos vencedores, sino vencidos. Arrojaremos nuestras armas cuando un Dios con mayúsculas u otro con minúsculas por encima de todo nos diga basta. Cuando sea demasiado tarde para salvar una sola alma de este planeta que estamos destrozando.
Escucha cómo grita la tierra, cómo lloran los mares, cómo se lamentan las cordilleras por nuestra ignorancia como especie dominante.
Hoy estoy desolada y he perdido la fe un la humanidad.