Anoche tuve un sueño y, aunque me gustaría, no fue concebido para prestar un gran servicio a la humanidad. De eso se encargó Martin Luther King y dejó poco hueco para los demás.
Lo que yo quería contarte es que ayer soñé que mi pareja me abandonaba por una mujer más joven (supongo que también con la piel más tersa y las carnes prietas). A pesar de tener sueños premonitorios, estoy convencida de que este no lo es (de momento). ¿Que de dónde me viene tanta seguridad? Porque el pobre no tiene tiempo ni de echar una canita al aire. Todos los días se me queda dormido sin darle tiempo al pobre Vicente Vallés a terminar las noticias de la noche. Me parece suficiente razón para acallar a mi insegura autoestima, o lo que queda de ella.
Estoy convencida de que el sueño estuvo alentado por la última serie o película que vi en alguna plataforma modernísima. No es que no vea la tele por convicción, es que se nos ha roto la antena y no encontramos el momento de llamar a un técnico y pagar por sus servicios. No hasta que yo haya tocado todos los cables y botones hasta destrozar la conexión del todo y que cuando venga el tío le pague por haber tenido que trabajar a conciencia. Así soy yo.
El caso es que a veces me planteo si los sueños tienen su reflejo en la realidad o viceversa, si nuestra realidad afecta a nuestros sueños. Y he llegado a la conclusión de que se retroalimentan.
Ahí te lo dejo.
Pongamos un ejemplo basado en hechos reales. Es algo que le pasó a una amiga, ya sabes…
Resulta que mi amiga tuvo un sueño muy real. Estaba con su marido y un numeroso grupo de amigos y su marido se dedicaba a hacerle feos y a burlarse de ella delante de esa multitud. Ella, despechada y dormida, le propinó una onírica paliza al marido tanto en el sueño como en la vida real. Él, asustado y ofendido, dejó de hablarle durante unos días incapaz de discernir dónde estaba la delgada línea que separaba realidad de pesadilla.
La misma amiga soñó durante tres días seguidos que su entonces novio (el mismo que recibió una pequeña paliza en sueños años después) tenía un accidente de moto. Ella estaba pasando unas idílicas vacaciones a todo trapo en Cancún, no existían los móviles y las llamadas internacionales eran carísimas. Como el viaje lo financiaba su adorado progenitor tuvo que pedir permiso para telefonear al interfecto para interesarse por su integridad. Había sufrido un accidente de moto y andaba con una pierna lesionada.
De esta anécdota sacaré dos conclusiones: la primera, que nuestra generación era mucho más respetuosa con los padres de lo que nuestros hijos lo son y, segunda, que la vida real le llevó mala vibra a mi amiga cruzando el charco.
No hay fronteras para la mala vibra.
Mi hija, que no ha heredado los poderes adivinatorios de mi amiga quería comprarse un libro sobre la interpretación de los sueños, pero le he dicho que mejor no lo sepa. Bastantes vueltas le da a las cosas como para encima que tenga un manual que avale sus comeduras de coco. Le he recomendado que mejor se haga con un libro de colorear para adultos, que deja el cerebro anestesiado durante el rato que lo tengas abierto. Le estoy dejando un rastro de pinturas de colores y rotuladores molones a modo de publicidad subliminal. De algo deberían servir los veinticinco años de mi vida que dediqué a la publicidad.
Tal vez debería contratar una sesión de espiritismo para pedirle al ilustre Calderón de la Barca que me explique cuál era la base científica en la que fundamentó su célebre «porque la vida es sueño y los sueños, sueños son». No es que me guste a mí rondar el mundo de los muertos, pero debo reconocer que me corroe la curiosidad.
Esta noche le voy a decir a mi amiga que sueñe con que nos toca La Primitiva, o que me convierto en súper ventas con mis dos novelas, o que por fin consigo que mis hijos recojan sus habitaciones TODOS LOS DÍAS… Solo de pensarlo se me saltan unas lagrimillas.
Felices sueños, queridas.