Ser niño no es tan fácil como se empeña en hacerme creer la abuela cuando me lee un cuento los días que me quedo en su casa a dormir.
Esos días, el abuelo me hace tortilla de patata con pedacitos de chorizo que hábilmente esconde entre los tropezones. Sentados a la mesa, jugamos a adivinar dónde vamos a encontrar el mejor trozo y no sé si me sabe mejor la comida o las risas del abuelo. Abre y cierra la boca como un pez, ahogando carcajadas sonoras y tragando aire al mismo tiempo para recolocarse los dientes que siempre quieren salir de su boca en busca de mundos más divertidos. Aunque dudo mucho que haya un lugar más divertido en el mundo que el abuelo.
Es él quien me ha enseñado a montar en bicicleta y quien me enseña historias divertidas que pasaron justo después de los dinosaurios. Aventuras de superhéroes con capa y espada en lugar de capas que ayudan a volar.
Me estoy acostumbrando demasiado a vivir con los abuelos. Hace mucho que paso más tiempo en su casa que en la mía, y echo de menos mis tortugas y el universo de estrellas y planetas que mamá me pegó en el techo cuando Lola estaba en su tripa.
Lola era mi hermana. O iba a serlo, no sé muy bien cómo contarlo porque nadie parece dispuesto a explicármelo.
Lo malo de ser niño es que los mayores se creen que eres tonto o demasiado pequeño para darte cuenta de las cosas.
¡Qué equivocados están!
Mi amigo Adrián se dio cuenta de que su gato se había muerto y no se creyó ni por un momento que se hubiera ido a vivir al desierto porque pasaba demasiado frío en su casa. Eso cuela si vives en el Polo Norte, pero en España no. Hasta cuando vas a esquiar hace calor…
Lola. Al principio, cuando me contaron que mamá había pedido a los Reyes Magos una hermanita para mí, estuve a punto de gritarles que pidieran regalos para ellos, no para mí. Si cada niño en el mundo solo puede tener tres juguetes como máximo, porque hay que repartir que somos muchos, estaba convencido de que me quitarían uno para traerme una hermana. Y maldita la gracia. Necesitaba la bici nueva para ir más rápido. Cuando iba al parque con el abuelo caminábamos muy despacio y me quedaba poco tiempo para montar. Solo teníamos una hora y como no me dejaban pedalear por la calle, al abuelo le pesaba mucho la bici y tardábamos mil horas en pisar tierra para que me dejara subir. La nueva iba a pesar mucho menos, seguro.
También necesitaba el castillo de Playmobil, porque así podía jugar con mis amigos a hacer verdad las historias de caballeros que me contaba el abuelo. Y el puzzle. Era lo único que hacía con papá y mamá. Una vez tuvimos uno que tenía más de quinientas piezas y, cuando lo terminamos, mamá me lo puso en un cuadro y lo colgó en la pared de mi habitación.
Ahora quedan muy pocos días para que vengan los Reyes y no dejo de pedirle a la abuela que me explique cómo puedo recuperar mi carta. Necesito cambiar algunas cosas. Pero ella me dice que, si la eché desde casa, tengo que volver a casa para poder tratar de que vuelva a mis manos. El problema es que yo no sé desde dónde se ha enviado mi carta. Nosotros no tenemos buzón amarillo, solo uno negro en el portal, al lado del de mi amigo Sergio y de la señora que vive enfrente de nuestra casa y que me regala caramelos a espaldas de papá. Creo que papá trabaja contra el Ratoncito Pérez porque está todo el día muy pesado diciendo que no coma chuches o se me caerán los dientes. ¡Y claro que quiero que se me caigan! ¡Si te dejan un euro bajo la almohada y encima silbas mejor!
Si al menos pudiera ir a casa… Podría buscarla yo. Como mamá está tan triste seguro que se olvidó de mandarla a Oriente. Su pena me podría salvar esta vez.
Echo de menos sus risas. Y sus abrazos.
No digo que no esté bien con los abus. Me hacen natillas los viernes y me ayudan con los deberes. Si no quiero verdura, la abuela me lo cambia por un puré, que sabe que me gusta mucho más. Y su pescado no tiene espinas, como no ven muy bien y los cristales de sus gafas siempre tienen huellas de dedos, el señor de la pescadería les quita todas las raspas. Son súper listos.
La abuela me dice que cada día falta menos para volver con papá y mamá. Cuando estén menos tristes por la marcha de Lola.
No entiendo cómo un bebé que todavía no ha llegado se ha podido ir. Solo sé que mamá llora todo el rato. Y que papá no habla conmigo casi nunca porque me dice que soy muy pequeño para entenderlo. ¿Y para comer pescado con espinas no, papá? ¿Es demasiado pequeño un niño que arma puzles de quinientas piezas?
Quiero estar con ellos y abrazar a mamá, porque cada vez que lo hago ella suspira fuerte y si le pregunto por qué lo hace, dice que porque con cada abrazo que le doy se le seca una lágrima dentro.
Si nos dejaran estar juntos más días, le habría dado tantos abrazos que ya no le quedaría ninguna.
Por lo menos, los reyes sí que los paso en casa. Me lo ha dicho el abuelo, pero quiere que sea un secreto entre nosotros. Y no es que no esté bien, pero echo de menos mi cama, los cromos de Pokemon, jugar a la Wii con papá, los desayunos en la cama de los domingos, la risa de cristal de mamá… ¿Por qué Lola se la llevó con ella donde quiera que se haya ido?
Oigo el timbre de los abus. Suena como las chicharras en verano y me hace reír.
Es papá.
Corro hacia sus brazos y él me sube hasta su pecho y me abraza fuerte. Casi no puedo respirar y estoy por decirle que no tenga miedo por mí, que yo no tengo lágrimas escondidas que haya que secar, pero me callo porque me moja el cuello y sé que es él quien lo necesita.
Ha venido para llevarme a casa. Dice que tenemos que volver a ser una familia normal, y me extraña porque yo no me he vuelto raro, pero a veces, con los adultos es mejor no decir nada. El único raro de la familia es el primo Miguel que se come los mocos y le gusta cómo saben.
La abuela viene con mi maleta de Spiderman y una mirada de perro que quiere comida. La conozco porque mi amigo Adrián tiene un perro que pone la misma cara cuando comemos perritos calientes y se le pasa cuando le damos un trozo de salchicha. A lo mejor tiene hambre, pero hemos desayunado hace muy poco y ella se ha comido dos madalenas muy grandes.
Apenas digo adiós porque me han prometido que nos vemos mañana, que seguro que los Reyes Magos me dejan algo en su casa porque he sido un niño muy bueno todo el tiempo que he estado con ellos estas vacaciones. Es fácil ser bueno con los abuelos porque duermen mucho rato la siesta y puedo poner Netflix sin que me regañen. Aunque esté muy alta la tele nunca se despiertan, porque siempre la pongo más bajita que ellos.
Eso quiere decir que esta noche vienen los Reyes…
Es imposible que mi plan pueda salir bien. Ahora es demasiado tarde. Mientras me baño en mi bañera llena de juguetes, pensaré en otro. Pero no pienso abandonar.
La noche de reyes es mágica en casi la mayoría de los hogares. Los padres pasamos semanas planeando un despertar lleno de fantasía para nuestros hijos. Las caras de sorpresa, las expresiones de felicidad absoluta hacen olvidar los problemas… en la mayoría de las ocasiones. Yo quiero volver a sonreír, quiero dejar de llorar y poder mirar a mi pequeño sin sentirme culpable. Culpable por haberlo abandonado un poco, por no ser capaz de ser su madre, por no vivir con la ilusión que él merece.
Pero hoy se lo debo. No puedo robarle la alegría porque Lola me robara la mía. Tengo que aferrarme al hijo que sí está, que sí respira, que me mira suplicante pidiéndome que viva y lo haga con él.
No hemos comprado los regalos que nos pidió, seguro. Perdimos su carta. Igual que las ganas de seguir respirando. Así que hoy, de sus zapatos, no saldrá magia, tal vez algún reproche, porque solo hay regalos impersonales comprados sin pensar en él.
Ahora toca mordisquear galletas y guardar la leche en el brik otra vez. Pero ¡qué lindo mi niño, ha dejado una carta para los Reyes! No sé si abrirla, si ha cambiado de idea de algún juguete su decepción será doble.
Llamo a Nacho, es un momento para vivir juntos. Un momento bonito para vivir juntos, que ya nos toca una dosis de belleza tras tanto dolor.
Queridos Reyes Magos,
Ya sé que es un poco tarde, pero es que mis padres no estaban para decirles que quería cambiar la carta. Mis padres últimamente nunca están. Aunque también están, no sé si me entendéis. Aunque me miran sus ojos están muy lejos de mí. Creo que es por culpa de Lola. Lola iba a ser mi hermana, pero en el último momento se arrepintió. Mamá la pidió para mí sin preguntarme y, aunque al principio me enfadé mucho porque creía que me iba a quedar sin uno de mis juguetes por su culpa, creo que ahora solo la quiero a ella.
A lo mejor así, mamá vuelve a reír todo el rato y papá a llevarme a patinar y a montar en bici. Ahora solo voy con mi abuelo y el pobre está muy cansado.
Quiero que te lleves mis juguetes y que le pidas a Lola que me perdone por no quererla sin conocerla. Dile que le prometo que voy a ser muy buen hermano, que la voy a cuidar, pero que venga. Mamá necesita secar todas las lágrimas y a mí se me está gastando la fuerza de los abrazos.
Muchas gracias, Reyes. Os quiero mucho. El año que viene os escribo en verano y así me perdonáis por cambiar de idea tan tarde esta vez.
Os quiero.
Nico.
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