A veces he colgado en mis redes los mejores remedios para combatir esa nostalgia que te nace de las entrañas y te hunde en la tristeza. Cuando no consigo huir de ella, necesito agarrarme a una buena justificación, para que cuando llegue la temida pregunta de “¿por qué lloras?” haya algo de verdad detrás. No está bien visto llorar sin motivo.
Lo sé. Esto es hacer apología de la temida depresión estacional, astenia primaveral, los ojos como huevos duros, el vaciado de mocos nasales para hacerle la competencia a la alergia, pero, a veces, necesitamos una dolorosa canción de desamor, o un libro triste que nos ayude a soltar todo lo que llevamos dentro y echar la culpa a un agente externo. Que ya tenemos bastante con el agente CoVid19 que nos está amargando la existencia un poco.
Puedo convertirme en un ser muy masoquista. Y no es el mejor momento para dejarse llevar. Con tanto confinamiento y tanto encierro.
Y lo mismo que tengo el humor por bandera para deshacerme del drama que toda vida tiene, hay días que necesito una buena limpieza de motor. Y las lágrimas me ayudan.
Según fluyen y se resbalan por mis pecas siento mi espíritu renovado. Así que coged pañuelos de papel, porque hoy voy a descubrir mis tesoros más preciados.
Como no solo de letras vive el hombre (y la mujer), tengo listas de Spotify llenas de canciones que lo remueven todo hasta conseguir el magma lacrimógeno. Si quieres, y te apetece cotillear, una de ellas, la más triste entre todas las listas que tengo, se llama LOVE <3.
No es porque me la haya hecho yo a base de llantinas, pero es maravillosa…
Pero como un buen Paco Umbral, nosotros hemos venido aquí a hablar de libros. Y no de cualquier libro, sino de los libros más tristes del mundo.
Debo poneros en antecedentes: yo fui una niña triste. Una adolescente llorona. Una joven atormentada. Ahora soy una viejennial divertida que se ríe de su sombra. Y cuando el fantasma de mis vidas pasadas asoma a mi ventana lo saludo, lo reconozco, lo acepto, y me pongo a planchar.
Ya os he dicho muchas veces que yo tengo mucha plancha. Siempre.
Aquí va mi primera lista de libros a moco tendido siguiendo mi orden interior:
La voz a ti debida, del gran Pedro Salinas. Si me recitas los versos del poema que empieza con
“La forma de querer tú
es dejarme que te quiera”
Me has ganado de por vida. Te pongo un piso en Alcobendas. Te cocinaré hasta mi muerte. Y compraré acciones en una fábrica de celulosa. Porque también soy sensible a la poesía. Sobre todo, a la de la Generación del 27. Este poemario es una muy buena opción para iniciarse en este género que no suele resultar nada fácil y no siempre cuenta con muchos adeptos. Os recomiendo encarecidamente que os acerquéis a Salinas, os tocará el corazón.
Paula, de Isabel Allende. Querría haber matado a la autora cuando lo estaba leyendo. ¿Hay alguna pérdida más terrible que la de un hijo?
No.
Imposible.
Es anti-natura, irreparable el vacío, inenarrable el dolor. Salvo para una privilegiada como Allende que transforma todo esto y más en miles de palabras que le sirvieron como terapia para canalizar lo incomprensible. Yo también sentí el dolor que sentía ella y creí morir un poco también. Si la vida te parece demasiado bella para soportarla, agarra Paula y no lo dejes hasta que te haya destrozado el corazón. Aunque no tengas hijos, ni perro, ni periquito. Da igual. Sentirás el dolor, la impotencia, la rabia. Y si envuelta en lágrimas alguien te pregunta por qué lloras, serás capaz de darle un millón de razones.
Los puentes de Madison County, de Robert James Waller. ¿Por qué esta novela y no otras? Antes de la película, como siempre, hubo un autor que se atrevió a crear un relato de una sensibilidad poderosa. En esta historia no hay ningún empotrador ¡por fin! En este libro se narra la malograda historia de amor de dos personas maduras. Los días más bonitos de sus vidas. La elección correcta. El amor que no se olvida. Las decisiones difíciles. Recuerdo con horror los ratos que pasé con Los puentes de Madison en el tren de cercanías yendo a trabajar. Es imposible no rendirse a los sentimientos que emanan de la historia, y claro, yo, que escondo a una sensiblera bajo unos cuantos centímetros de piel, lloraba como si el mundo acabara ahí. En público. En el transporte público, concretamente. Nadie me ofreció un pañuelo. Nadie me preguntó si estaba bien. Solo miraban. Si hubieran mostrado interés habría compartido con ellos la magia del párrafo que provocaba mi congoja. ¡Pobres!
El niño con el pijama de rayas, de John Boyne. Creo recordar que mi aborrescente pequeña lo tuvo como lectura obligatoria en el instituto. Y me alegro. También debería serlo ahora Invisible de Eloy Moreno, pero eso es otra historia. Ella no lloró, pero yo sí. Mucho. Y eso que desde la mitad del libro sospechaba cuál sería el desenlace. Aun así. Porque no hay que olvidar la crueldad del ser humano jamás.
No sé si he conseguido frenar los spoilers de las novelas. Lo bueno de la poesía es que es imposible contar el final. Creo que os he dejado unas buenas dosis de llanto asegurado. Pero si no coincides conmigo en mi selección, cuéntame, tú ¿por qué lloras?