Supongo que ya es oficial: me he vuelto una antigua, una refunfuñona y una cascarrabias. Me pongo de los nervios con los términos de nuevo cuño porque, en la mayoría de los casos, me parecen un tanto estúpidos.
Uno de esos nuevos palabros o frases hechas que hemos aupado a pedestales casi de ciencia es el niño interior.
¿No has oído nunca a nadie contar que le ha hablado a su yo niño y le ha dicho tal o cual cosa?
Pues me temo que estás viajando poco fuera de casa porque, aunque yo apenas salga, lo he escuchado hasta en la panadería de mi pueblo. No es nada nuevo, este invento viene de principios del siglo pasado, de la escuela de Gestalt, una corriente de psicología nacida en Alemania y que viene a decir que todos tenemos una parte de nosotros que nunca ha terminado de madurar.
¡Oh, Dios mío, qué gran novedad!
Vamos, inmadurez de toda la vida. ¿Por qué nos empeñamos en ponerle otro nombre y disfrazarlo con un calcetín, un bigote pintado, unos ojos medio bizcos y hablar con él? ¿qué vamos a contarle?
No puedo regresar al salón de mi casa, aquel de los años 70 en el que toda la familia veía al mismo tiempo lo que quería el padre, que era la autoridad, y que, por suerte para los niños, era Heidi después del Telediario. No había más oferta televisiva, también es verdad, pero ahí estábamos todos. No me voy a hacer un hueco a culazos entre mis hermanos y decirle a la niña Mar que por mucho que le guste la niña de los Alpes ella no puede vivir descalza y disfrutando de la naturaleza de por vida. Que los abuelos fallecen, que las heridas se abren una vez curadas y que madrugar no es tan bonito en las montañas como en un pueblo de la periferia en el que ver el amanecer es tarea imposible. Como mucho, en medio de un atasco y rodeada de zombis a medio despertar camino de un trabajo que no los hace felices.
Como te pasó a ti, querida Mar.
Porque Heidi, cuando crece, se levanta al amanecer más cabreada que Copito de Nieve cuando se ensucia las patas (que no nos lo contaban, pero la pequeña estaba endiosada por ir todo el día en brazos). Que tiene que bajar del pajar donde duerme por esas escaleras sin red y le duelen las rodillas por culpa del trabajo en el campo. Hay que dar de comer a las cabras antes de ponerte el desayuno. Bajar al pueblo a hacer la compra con esas pendientes que te están destrozando los huesos, cuidar del abuelo que tiene el carácter más agrio que un pomelo. Hacer queso un día sí y otro también y darles la vuelta para que queden estéticos y poder vendérselos a los turistas, que vienen en masa a las montañas, disfrazados de Quechua, made by Decathlon. Y Heidi está del queso hasta el orto y quiere comer cordero o cabrito, pero no puede porque necesita la leche para seguir metida en la rueda de hámster —otro término molón de este nuevo siglo que me enerva— de la venta de queso para los turistas. Pedro no deja de tirarle los trastos y ya no tiene la prestancia de la niñez. Se le han caído los dientes a pesar de su corta edad y no le dan los brazos para abrazarse la barriga, pero no hay otro gachó en toda la comarca porque fueron más listos y se fueron a la ciudad cuando se dieron cuenta de que el monte no era bucólico, sino un trabajo de cadena perpetua sin vacaciones.
No puede parar de llamarse tonta por no haberse querido llamar Adelaida y vivir en Frankfurt empujando la silla de Clara o de quien fuera; con unos buenos zapatos y calefacción central. Donde podría hacer la compra online y trabajar de secretaria para quien fuera, con horario y un techo encima los días de lluvia.
Voy a decirle a esa niña Mar que lo que los mayores llaman vaguear, tocarse las narices, no hacer ni el huevo, cuando sea muy mayor se llamará procrastinar. Y que nadie sabrá pronunciarlo de manera correcta porque esa palabra tiene más erres que los meses del año. Que si no calzas el término en algún sitio, no te van a llamar de ninguna tertulia para que compartas tu sabiduría porque no vas a estar en la onda.
Que no todo va a ser malo. No. Porque todas las lágrimas que lloraste porque las malvadas de tu clase te hicieron la vida imposible en la adolescencia, ahora se castigan. Lo llaman bullying, debe ser porque los malos siempre se pintan con cuernos, pero al menos sabes que hay más posibilidades de que no quede impune ese acoso.
Puedo contarle a la Mar de ocho años que la profesora que te dio un bofetón a ti porque no consiguió interceptar a la niña a la que pretendía zurrar, hoy estaría apartada de la docencia. Pero la mala noticia es que nos hemos pasado al extremo contrario. Que ahora esa niña de entonces podría amenazar a esa profesora y los padres irían a apoyar el comportamiento aberrante de su criatura. Porque los niños ahora mandan. Mandan tanto que están perdidos. Hay que explicarles lo que es el respeto y las obligaciones, porque solo parecen tener derechos. El término medio, el equilibrio, el sentido común siempre han sido una meta difícil de alcanzar.
Si viajo al pasado puedo avisar de muchas cosas a esa niña que fui, aunque no sé si eso dejaría de convertirme en la adulta que soy.
Pero puedo darle la enhorabuena por las tardes encerrada en el baño inventándose una vida de famosa a la que entrevistaban. Eso me ha dado un bagaje tal que no me da miedo enfrentarme al público, como si lo llevara haciendo desde niña. Le contaría que aunque no me dejaron ser actriz, me pongo delante de una cámara y le cuento a mis seguidores en redes lo que me da la gana. Que mi afán por escribir las mejores redacciones en el colegio se ha visto recompensado. Ahora escribo todo el rato y me hace muy feliz.
No sé si llamarlo niña interior, no me gusta, no me lo creo. Lo que tengo es un punto de locura, de inmadurez, algo que surge de cuando en cuando y que me permite no ser la adulta aburrida que tenía en mente que sería. Una señora (en sentido peyorativo de la palabra) con una vida anodina.
No, no la tengo, la vida es un parque de atracciones. A veces te toca el turno de la noria y otras de la montaña rusa, pero siempre estás en movimiento. Si no lo haces, estás muerto. No te equivoques.
Lo que está claro es que no hay marcha atrás y que lo que no hiciste en la niñez puedes hacerlo siendo adulto. Sin complejos. Sin tonterías. En plena menopausia.
¿Tú tienes alguna deuda pendiente con tu infancia?