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NO SOY BIPOLAR, SOY HORMONAL Y ESTACIONAL

NO SOY BIPOLAR, SOY HORMONAL Y ESTACIONAL

No te asustes, no me ha dado por el mal verso libre. Quería contarte cosas serias, como que el pasado 2022 marcó un hito en la salud mental en nuestro país. Lo que antes se escondía en el fondo del maletero del armario del pasillo, se convirtió en la bandera que flameaba orgullosa en todos los balcones; los mismos que acogieron unos aplausos —ahora silenciados— a los sanitarios a los que en estos momentos se critica por llevar a cabo una huelga y dejarnos unos días sin sus servicios.

 

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¡Qué frágil es nuestra memoria!

Una vez terminado este inciso, vuelvo al punto de partida: la salud mental.

La gota de agua se convirtió en tsunami cuando Ángel Martín publicó su aclamado Por si las voces vuelven, un alegato a la locura en estado puro contado desde una voz con credibilidad: la suya. Gracias, Ángel.

La pandemia creó una marea de trastornos asociados al encierro y a las taras que todos arrastrábamos, pero maquillábamos con sonrisas falsas y sacos de naftalina para ocultar su hedor. Trastorno bipolar, por déficit de atención, de la conducta alimentaria. Síndrome de la cabaña, del impostor, incluso del túnel carpiano por culpa de tantas horas en mala postura frente a un ordenador llevando a cabo un trabajo en remoto sin el mobiliario adecuado.

Muchos de estos términos los utilizamos a la ligera, restando importancia a quienes los padecen y los sufren. Entre ellos, según mi humilde y corta experiencia vital, el que más veces ha sido el comodín del público es el trastorno bipolar.

Que una persona pase de una fase de euforia a otra de colapso, no importa el tiempo que transcurra entre una y otra, ya es motivo suficiente para que se diga que es bipolar. No tomemos a la ligera a todos los humanos del planeta que de verdad padecen dicho trastorno y reconozcamos la realidad. Empezaré yo con mi personal declaración:

No soy bipolar, soy hormonal y estacional.

¿Qué locura transitoria me ha atacado esta vez? Una verdad como un templo, la constatación basada en hechos reales de que el cóctel de hormonas que pueblan los entresijos del templo que es mi cuerpo afectan a mi comportamiento, y por lo tanto a mi vida. Y todo ello incluso y a pesar de ser menopáusica. Te cuento cómo.

Domingo, 1 de octubre, 19:00. La luz es mortecina. Se han terminado los largos días de verano (no su temperatura por culpa del cambio climático que no existe, son los padres), la rutina está instalada en mi vida y el lunes toca trabajar. El sábado 30 de septiembre, apenas 24 horas antes, me «restauraba» para salir a cenar con unos amigos y tomar una copa (o dos). Me vi guapa en el espejo, mi sonrisa y las ganas de disfrutar son mi mejor complemento, no los tacones. He pasado de la euforia al desánimo y la mala leche en un abrir y cerrar de ojos. El otoño y la rutina tienen la culpa, y si me apuras, un poco también el chachachá que me marqué con mi marido y que me ha descoyuntado la cadera izquierda. Tengo que retomar las clases de Pilates.

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Miércoles de cualquier semana de no importa qué mes. Si me sigues en Instagram ya sabes que es el día D en mi pequeña familia de ocho. Los animales también cuentan para estos casos. Me levanto de buen humor, si es menester y no queda más remedio salgo de paseo con los perros. Las endorfinas de la caminata riegan mi cuerpo, recorriendo todos y cada uno de los capilares que suman kilómetros. Regreso a casa sudada y con una sonrisa de oreja a oreja. Pero es miércoles, el día D, y basta la más mínima chispa para prender los rescoldos que quedaron en una combustión invisible del último tema pendiente de resolver. Y la sonrisa se transforma en mueca de gárgola y escupo sapos y culebras si me pinchan o lágrimas ardientes si la afrenta duele más de la cuenta. Adiós queridas hormonas de la felicidad, bienvenidas hormonas de la ira.

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Semana de noviembre hasta arriba de trabajo y con ganas de acabar mi propio proyecto literario. Estrés del sano, del que te despierta todos los sentidos y las mejores ideas. Subidón. Cuando termina la jornada laboral, que alargo hasta el infinito porque quiero y lo valgo, agarro el «selular» y me tiro de cabeza a cualquier app de compra de manera compulsiva. Lleno el carro y cometo el error de pagar de verdad algún artículo. Estoy arriba, en la cúspide, la cresta de la ola. Una vez que he entregado el último trabajo, las horas se hacen más largas, me cuesta la vida encontrar un motivo para salir de la cama, ducharme, peinarme, sonreír… Llega el paquete del capricho que ni necesito ni quiero ni me gusta, y la correspondiente factura, y desearía morir por estúpida e inconsciente. Caigo en el abismo más profundo, la luz ha desaparecido de mi entorno y rehúyo de las relaciones sociales y los diálogos que me exijan más de una sílaba como respuesta.

Esto es solo una pequeña muestra, recogida de manera aleatoria, de los cambios de ánimo que sufro como ciudadana anónima a lo largo de un día, una semana, una estación, una vida, en definitiva. ¿Es más difícil convivir conmigo y mis distintos estados emocionales que con cualquier otro ser humano? No. Yo cuento mi aportación a esta locura que es la vida, no hablo del granito de arena o castillo con almenas y foso que aportan los otros.

Si lo analizo en profundidad, creo que tanto vaivén emocional es lo que me permite escribir, idear vidas ajenas, inventar existencias imperfectas.

Así que ¡bendita locura!

Somos una máquina perfecta, pero también cometemos fallos. Gripamos nuestros cerebros, ahogamos el corazón, recalentamos los sentimientos… Igual que el mejor o peor coche del mundo.

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No banalices los trastornos de verdad y cataloga la mayoría de las cosas que te ocurren como parte de la vida. Si fuera una línea recta y plana, sin variaciones, seguro que también nos quejaríamos por aburrida.

Comparte conmigo esos momentos en los que confundes tu realidad con un trastorno bipolar. Te leeré con interés.

 

 

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