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NO SOY PERFECTA, PERO SOY UNA OBRA DE ARTE

NO SOY PERFECTA, PERO SOY UNA OBRA DE ARTE

Aborrezco los espejos; huyo de ellos como de una mala epidemia. No me gusta la imagen que me devuelven. No la reconozco como propia. No tengo nada de mujer perfecta, más bien todo lo contrario.

¿Por qué no soy perfecta?

Estoy demasiado gorda.

Mi pelo está hecho un asco.

Odio mis brazos flácidos.

¿Pero tú has visto qué culo?

Me sientan fatal los pantalones cortos, con lo que me gustan… Claro, con estas horribles piernas gordas.

Tengo más nariz que Pinocho

¡Lo que me faltaba! La papada…

 

Estas y otras lindezas son las que me dedico una o dos veces al día cuando me cruzo conmigo misma por el pasillo. O cuando me paro frente a un escaparate, ¡tan limpio!, que hace las veces de espejo y me topo con mi reflejo cuando menos me lo espero.

Yo, que me he maltratado desde que tengo uso de razón, reivindico en mi “miniyo” el “autoamor”, la autoestima como religión monoteísta. Quererse por encima de todos. Hablarse con más empatía que al resto de los mortales. Aceptarse y ensalzarse para lograr la total aceptación de uno mismo.

Sí, porque independientemente de la generación a la que pertenezcas, la inmensa mayoría de nosotras, nos castigamos con calificativos que jamás utilizaríamos con el prójimo. Y, aunque vendo el consejo de “no te hables a ti misma como no hablarías a una amiga”, me topo con la dura realidad de no ponerlo en práctica. Muy humano también, ¿verdad?

 

Y esta mañana al levantarme he tenido una revelación: por supuesto que no soy perfecta, pero sí soy una obra de arte.

 

Estoy regordeta, es cierto. Cada mañana se libra una batalla entre mi yo de la realidad contra la imagen que guardo de mí en mi memoria, aquella jovencísima Mar de 26 años y 43 kilos, y quiero sentirme como ella. ¡Es ridículo! Ni tengo ya esa edad, sino casi el doble, ni era sano pesar esa mierda. Cada gramo ganado es un ángulo añadido a mi sonrisa, que ahora es más franca, más real, más nacida desde dentro. Y, por mucho que me pese, y nunca mejor dicho, eso no tiene precio.

Tengo celulitis en zonas insospechadas, pero cada uno de esos agujeros de mi piel de naranja podría ser expuesto en el Museo del Prado, junto a Las Tres Gracias de Rubens. Porque si esas tres rollizas eran bellas en el siglo XVII, reclamo el mantenimiento de dichos cánones de belleza en el presente, el futuro imperfecto y el futuro pluscuamperfecto (ese debe ser algo parecido al paraíso).

 

 

No quiero meterme en estadísticas, que soy muy de letras, pero juraría haber leído en algún sitio que entre el 80 y el 90% de las mujeres tenemos celulitis. En piernas, nalgas, abdomen (lo que viene siendo la barriga colgante sin gravedad), brazos, el lóbulo de la oreja, la cara interna de las rodillas y la oculta de la luna.

 

Creo que porque la grasa del pelo se quita con un champú, si no, me veo hablando de liposucciones capilares. ¡Osú, cuánta grasa tenemos!

 

Mi nariz también es fuente de complejos. Creo que en la vida voy a saltarme una norma que por la posibilidad de acabar en una comisaría haciéndome una ficha policial con la  consabida foto de perfil. Una rubia (de bote) muy legal hasta la muerte.

Como casi todo en mi persona, mi apéndice nasal goza de la mezcla de lo mejor de mi familia. Toda yo soy un cóctel imposible entre la genética materna y paterna. Y la napia no podía ser menos. El puente es de mi madre, la porreta de mi padre. Y el resultado es una cosa muy original pero incómoda de ver de lado.

Y si no tengo la pluma de Góngora, que podría, por comparativa nasal, podría ser una musa de Picasso.

Que al pintor alemán le gustaban rellenitas, pero a los artistas patrios las narices les parecían dignas de mención.

 

 

¿O acaso no os habéis fijado en lo feas (de cara) que son Las Señoritas de Avignon? Pues ahí están, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. ¡El MOMA ni más ni menos!

 

Les voy a mandar una foto a ver si me llaman para colgar el retrato de una servidora en una sala.

 

Mis piernas, según mi progenitor, son de la rama paterna. Anchas como dos columnas jónicas. Apenas hay diferencia entre los tobillos y las rodillas y, por más que me empeñe en creer que retengo líquidos, lo que retengo es una moral fuera de lo común.

De niños, entre hermanos nos regalábamos cariñosos motes que definían lo más destacable que teníamos frente al resto. Yo era conocida como "PATATORO". No es necesario añadir más. Todavía lloro cuando lo recuerdo…

 

A pesar de todo, sigo queriendo a mis hermanos por encima de la media nacional.

 

 

 

Mis patorras podrían soportar el Partenón, y estar expuestas en el Museo Británico, junto a los restos de monumentos griegos que tienen los hijos de la Gran Bretaña entre sus muchos artículos expuestos.

No tendrán proporciones griegas, ni serán perfectas como las de la Venus de Milo, pero yo al menos tengo dos brazos, que es una gran ventaja si te quieres dedicar a escribir.

No quisiera terminar sin hacer una mención especial a mi papada. Hasta hace no mucho, creía que solo los cerdos podían tenerla. Bueno, y Carmen Borrego, porque desde que se la operó y me enteré (resultaba imposible no hacerlo incluso para una “hater” de la telebasura como yo) empecé a percibir la mía en el espejo.

Ahora que necesito gafas para leer, es complicado mantener ese dichoso pliegue a raya. Ni ejercicios faciales ni pepinillos en vinagre, una vez que sale no te la quita ni Peter.

 

 

He conseguido cogerle cariño. A veces, la acaricio y me satisface no encontrar un pelo negro, duro y tieso como si se hubiera caído de una elefanta y se me hubiera adherido a la piel para siempre. Su piel es suave, y puede resultar estética. Al menos Botero las hacía graciosas.

Sus mujeres con papada son tiernas, achuchables, bonachonas.

 

Luego pienso otra vez en Carmen Borrego y se me borra esta imagen de bondad, pero me esfuerzo y vuelvo a Botero.

 

El colombiano ha repartido su arte orondo por todo el mundo. En museos y en las calles. Las lorzas son estéticas, independientemente del lugar en el que nazcan.

Como cantaba mi adorado Pau Donés, soy un completo incompleto, o una perfecta imperfecta, y ni falta que me hace mejorar.

Me quiero como soy, con mis defectos, mis virtudes, mis fortalezas y debilidades. Con mis años, mi experiencia, lo aprendido y lo olvidado.

Soy una obra de arte forjada a martillo y fuego lento.

Y si no te gusto, no te quedes a mi lado, pero no me hace falta tu opinión si no te la pido.

Y a tí, ¿qué obra de arte te representa más?

 

 

 

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