Hace unos años, mi madre y yo fuimos al cine a ver una magnífica película protagonizada por Diane Keaton, Porque lo digo yo, que parece haber marcado la relación con mi progenitora desde entonces.
En la famosa película, que si no has visto ya estás tardando, una amantísima madre buscaba un novio de su conveniencia para la menor de sus tres hijas. Y, evidentemente, no tenía en cuenta los posibles gustos de la joven, sino que se centraba en lo que ella consideraba un buen partido. Y madres e hijas no buscan lo mismo en una pareja...
Aquel día salimos encantadas del cine. Nos habíamos reído a conciencia con las ocurrencias del guion.
Desde entonces, he vuelto a verla dos veces más y me sigue gustando a rabiar. Y, en cada ocasión, encuentro más premonitoria la relación que se está tejiendo entre mi madre y yo, cuyas bases son más los “porque lo digo yo, y punto”.
Ya tenemos una edad en la que, por regla general, nuestros padres son mayores. Incluso, algunos, muy mayores. Con los avances en medicina y la calidad de vida actual, somos cada vez más longevos. Y, por lo tanto, somos hijos durante muchos más años de lo que lo fueron nuestros padres.
Ellos nos educaron con la palabra RESPETO tatuada en la frente. Y no la podemos perder de vista ni cuando estamos a punto de ser abuelas. Nos movemos entre dos aguas, la de la vieja escuela con nuestros padres, a los que es difícil llevar la contraria sin que se enfaden, y la de los nuevos tiempos con nuestros hijos que a veces traspasan los límites y te tratan como si fueras uno más de sus colegas, amigos, o lo que tengan.
Hay que saber cambiar de registro a la velocidad del rayo, porque mientras llamas a casa de tus padres, todas las tardes a las 18:30, hora en la que ya han terminado de merendar, siempre habrá algún aborrescente por casa que tendrá un tema urgente que tratar. En el mismo momento. Ni un segundo más, ni uno menos. Y, al tiempo que te tragas las palabrotas de una frase para que a tu madre no se le alise la permanente, viene el niño del acné y te pide dinero para tabaco.
¿Cómo mandar a tomar por culo a tu hijo educadamente con tu madre al otro lado del auricular?
Yo tengo la fórmula mágica: hacerle ver que estoy hablando con su abuela o abuelo y que no es de recibo interrumpir una conversación entre dos adultos.
Y me siento muy segura de que mi madre se sentirá orgullosa de mí porque estoy poniendo en práctica lo que ella me enseñó.
¡Ilusa de mí!
Mi madre ya no es mi madre, es la abuela de mis hijos.
Me echa en cara que le hable de esa manera a la criatura en cuestión y me obliga a atenderlo.
¿Por qué? - pregunto yo como si hubiera nacido ayer- si tú me enseñaste lo contrario.
Y su respuesta me devuelve de un plumazo a la infancia con una magnífica frase de madre:
El oráculo ha hablado.
No hay nada más que añadir, ni la más remota posibilidad de discutir con ella. Acaba de poner el freno de mano y de ahí no la mueve ni la UME, que ahora está muy de moda.
La situación es irrisoria. Mi madre me pega la bronca, y mi aborrescente sale triunfante de su tiránica necesidad de atención INMEDIATA. Mi querida progenitora acaba de despojarme de toda la autoridad que llevo intentando construir desde que nacieron mis retoños, pero ¿tengo acaso la opción de tratar con ella la idoneidad de su actitud?
La respuesta es simple: CATEGÓRICAMENTE, NO.
¿Por qué? Porque yo sigo siendo su hija pequeña, debo regirme por los principios que se me inculcaron en la infancia en el seno de nuestra familia, que nada tienen que ver con los que se utilizan para los nietos.
Curiosamente, si a mí se me ocurriera acabar una frase a un hijo con un “porque lo digo yo”, mi madre me echaría en cara que esa no es manera de educar a sus niños.
Según dice el refrán, no es lo mismo llamar que salir a abrir. Ese debe ser el quid de la cuestión.
Cuéntame, ¿te ocurre lo mismo a ti?