No me gusta jugar a Twitter en mi blog. Pretendo que sea un espacio de relax, de risas o al menos de sonrisas veladas. Un lugar al que apetezca entrar, sentarse y leer un rato aquí y allá.
Desgraciadamente, no siempre es posible. Vivir de espaldas al mundo es inviable. Y menos, cuando ya tienes unos años y tu paciencia está tan delgada que podría romperse en cualquier momento. A mí se me parte cerca de dos o tres veces al día de media. Y ahora que estoy sola y no tengo con quién compartirlo, voy a contarte el porqué a ti en primicia.
Hace un par de semanas (tal vez sean tres, ¿quién las cuenta?), me escapé rumbo al sur en busca de ese horizonte que tanto perseguía. Desde entonces, mis ojos están azules de tanto reflejar el mar.
Suena idílico, ¿no te parece?
Lo es, pero solo desde un tercero sin ascensor. Cuando me obligo a salir a la calle, a pisar la arena y sumergirme en el mar, lo que me doy es un horrible baño de realidad de la estupidez humana.
No estoy empezando por el principio y no va a ser fácil seguirme… Pongo orden en mis pensamientos y añado cronología:
Y ya. Son tres. Fáciles, claras y concisas.
Pues he descubierto, desde la comodidad de mi silla de playa de viejenial y mi bañador del Decathlon que dicen que aprieta las carnes, que somos todos gilipollas (con perdón).
Soy la vieja del visillo de la playa. La policía de balcón en la arena. Anuncio con educación, a todo aquel que se empeña en clavar su sombrilla sobre el borde de mi pareo, que eso no son 4 metros de distancia. He observado dos tipos de comportamiento en estos especímenes humanos:
No se trata de un concurso de a ver quién la tiene más larga (ganaría el marido de la que no se ha traído el metro porque si la distancia que nos separaba eran 4 metros para ella, su querido esposo le parecería comparable a Nacho Vidal, actor porno de profesión). Hablamos de salud. No es que me molestes, que también, sino que no sabes si yo soy una desalmada enferma y deseosa de contagiar a mis congéneres. Aléjate de quien no conoces por precaución. Por preservar tu integridad, tu salud, tus pulmones y los de todos los que conoces.
Como no merece la pena andar enseñando a leer a un burro porque jamás aprenderá, soy yo la que abandona el tablero de juego porque no se respetan las normas.
Quiero saber qué está ocurriendo con la humanidad. Si pretendemos olvidar la soledad que nos abriga en las ciudades pegándonos unos a otros en la parrilla playera. Si la necesidad de rebaño que llevamos dentro nos empuja a arrimarnos a otro ser humano, aunque sea en la inmensidad del arenal de una playa con todo el espacio del mundo para elegir ubicación.
No lo entenderé jamás. ¿Entiendes ahora por qué me salen relatos catastrofistas?
La otra subespecie curiosa está formada por es@ listill@ que se hace trampas al solitario. Quien pretende engañar a los vigilantes sanitarios que se asfixian en nuestras playas velando por nuestra salud, paseando de un extremo a otro con su uniforme, recordando las normas a los despistados que las olvidan un día sí y otro también. Esa persona que al ir no lleva mascarilla porque le dejaría marca en su bello rostro y al volver, cuando de lejos ve a los vigilantes, se coloca la mascarilla y se la quita nada más traspasarlos.
¡Pero tú eres tont@!
En ningún caso son jóvenes. Que esa es otra historia.
¡Pero si todavía no nos hemos aprendido la antigua! La del respeto a los demás, la del cumplimiento de las normas por el bien común.
Solo conocemos nuestro interés particular, miramos nuestro ombligo, nos desentendemos de lo que nosotros podemos hacer por nuestro país en lugar de esperar que el país haga algo por nosotros. Es más sencillo recibir que dar para muchos.
Pues nada, sigamos así, que a este paso no llegamos a mediados de agosto con libertad de movimiento.
Te pido perdón por ponerme seria y crítica, pero de vez en cuando, lo necesito. Esto de escribir es muy solitario y solo tú me lees.