Odio que me mientan, sobre todo si mi interlocutor no es un profesional del enredo y el engaño.
Sí, soy consciente de que suena a «listilla» que se va a caer como un castillo de naipes ante el mínimo soplo de un mentiroso compulsivo. Pero soy de lanzar pocos órdagos.
Mi carácter me obliga a pisar sobre seguro, porque la incertidumbre me crea un vacío en el estómago y un vértigo mortal. Y eso que a la bonita edad de 50 dejé la estabilidad económica de un trabajo bien remunerado para dedicarme a darte la lata, a ti querida lectora de mis locuras de martes. Supongo que he cubierto el cupo de riesgo con aquella decisión y ahora prefiero pisar suelo firme. A veces…
Porque, aunque no te guste escucharlo, pillo más del 90% de las mentiras que te atreves a inventar para salir del aprieto en el que estás. Y puedo afirmar que, incluso falsos de manual han caído en mis redes detectivescas.
Muy sencillo, porque la utilicé en un momento importante de mi tierna infancia y me pillaron. Y lo peor del caso es que cuando quise dar la vuelta a la situación la empeoré.
Aprendí la lección y decidí que no lo volvería a hacer nunca más.
Como el “emérito” pero con la inocencia de una niña.
Sin embargo… todo en esta vida tiene un «pero».
Llevo días dándole vueltas a si es conveniente o no hablar de la sinceridad, del punto justo de sal que necesita para no ofender o ser grosera. Porque ahí es donde radica la diferencia, la sinceridad sin una capa de azúcar puede hacer mucho mal.
Vayamos al grano. Estoy segura de que todo el mundo ha pasado por el ejemplo número uno:
Tu mejor amiga acaba de tener un bebé. Como es lógico, has seguido su embarazo casi con más interés que el tuyo y quieres ser de las primeras en ir a visitarla y llevar un regalo para el recién nacido. Solo han pasado cinco días desde que salió del hospital y tus ansias de que ninguna otra amiga se te adelante, ni siquiera has tenido un poco de consideración eligiendo el día de visita. Ella, que es exquisitamente educada, dijo que podías visitarla el día que quisieras, que tú siempre serías bienvenida. El encuentro empieza con un sincero abrazo y las fórmulas de cortesía de rigor:
—Te has quedado estupenda. No se te nota nada que acabas de dar a luz.
—¡Lisonjera! Estoy como una vaca.
—Acabas de dar a luz, ¿qué esperas? ¿salir como las del ¡Hola!?
Hasta ahí, todo sobre ruedas. Pero llega el bebé… y es muy feo. Porque tu amiga es un pibón, pero se ha casado con un hombre encantador muy poco agraciado. Y el niño, para su desgracia, ha salido clavadito a papá.
¿Qué haces cuando lo ves?
Dudo que haya muchas respuestas en la opción b.
Ambas situaciones son idénticas, solo que la primera, la de la sinceridad al desnudo ralla en la mala educación.
Sí, hay que decir la verdad, pero con un poco de azúcar, como Mary Poppins les daba la medicina a los niños de los Banks.
Otro ejemplo claro es cuando alguien te da una opinión que no has pedido sobre cualquier tema relacionado con tu persona.
Esos psicólogos de cuarto de estar que son capaces de arreglar las vidas ajenas porque no tienen arrestos para mirar el caos de su propia existencia. Amigos solteros que te dan consejos sobre tu desastroso papel como madre, eternos parados incapaces de encontrar un trabajo sin enchufe que te echan en cara que estás planteando mal la búsqueda de empleo, asesores de belleza y estilo sin título que critican tu aspecto después de haberse desecho de todos los espejos de su casa para no verse a sí mismos…
Si tú también tienes problemas con la verdad a secas cuéntamelo en los comentarios o ayúdame a abrir la mente por favor. Te leo con avidez.