Quiero estar informada de las tendencias, de los temas que nos interesan a las viejenials, añosas, blogoyayas, mujeres en nuestra plenitud y un poquito de decadencia, todo a la vez. Lo que viene siendo una tía vintage.
Igual que a Lucía Be en su libro del mismo título.
Me salta la información al ojo y acierta siempre. Estoy suscrita a todas las alertas, RSS, newsletters y folletos comerciales para enterarme de lo que nos trae de nuevo la vida, el arte y la ciencia, pero estoy infoxicada.
Sobre todo, en lo que a sexo y belleza se refiere.
Siempre hubo alguien más rápido que yo. Nunca gané carreras escolares, ni torneos de pádel, ni quedé primera con mi conjunto de gimnasia rítmica en la única competición en la que participamos. Y yo llevaba tiempo queriendo hablar de asuntos vaginales y se me han adelantado. Concretamente, la inefable Sol Aguirre.
Desde el furor (y nunca mejor dicho) provocado por el Satisfyer, el mundo no volverá nunca a ser lo que era. Se nos ha colado un amiguito en las conversaciones del que hay que hablar, sí o sí, o no eres nadie.
Vamos, lo que antes te pasaba si no tenías Twitter, aunque no supieras utilizarlo.
No os voy a mentir, yo no me he acercado siquiera al aparatito de marras, pero es que no tengo muy claro que me hiciera muy feliz. He llegado a un punto en el que valoro más un abrazo que un orgasmo. Sequedad vaginal lo llaman.
Soy perfectamente consciente de que existen tratamientos maravillosos para acabar con mi suplicio, pero si no tengo presupuesto para quitarme el bigote con láser, imagínate para un chute de ácido hialurónico en la cueva de Alí Babá. Ahí se asoma poca gente.
Hay que cerrarla al público cada poco, como la de Altamira.
He sentido curiosidad por el grado de placer alcanzable, lo que pasa es que no le he preguntado a mis amigas si tienen “el chisme que susurra a los labios de la yegua” y, sobre todo, si lo tuvieran, no se lo iba a pedir prestado. Aunque se pueda lavar en el lavaplatos. Sería menos higiénico que entrar en una corsetería, probarte un tanga sin bragas debajo y no llevártelo luego.
Así que he urdido un plan. Necesito soledad e intimidad, y en mi loca familia, eso es complicado si la buscas. Otra cosa sería que necesitara compañía, entonces estaría más sola que la una.
¿La solución? Los voy a citar a una hora concreta con la excusa de que tengo que hablar muy seriamente con ellos. No viene ni el perro.
¿Y qué voy a hacer? Voy a experimentar con la aspiradora. Tengo una Hoover, que suena a apellido de espía americano, y si me causa placer, lo voy a llamar Edgar. De este modo, un día puede ser Edgar el poeta y otro Edgar el malote del FBI.
Me pregunto si eso computaría como infidelidad… No quiero molestar a mi marido.
Pero no solo me preocupa no estar en la cresta de la ola de los juguetitos sexuales. También de los tratamientos de belleza. De todo el cuerpo.
Llámame cateta, pero hace menos de un año que me enteré de en qué consistía un blanqueamiento anal. Que digo yo quepaqué. Sin juzgar, pero sin comprender.
Todo empezó el aciago día en que mi amiga XXX me dijo que se estaba depilando las axilas con láser en una clínica y que, ya que estaba, había hecho el paquete completo y se había blanqueado el ano. Mi única reacción posible fue enseñarle los dientes como un burro. No sabía si lo que me estaba contando era bueno o malo. ¿Cómo se blanquea un ano? Ella es muy limpia, así que lo primero que me vino a la cabeza era un bote de lejía o de Don Limpio, pero el calvo… el calvo me llevó a otro tipo de pensamientos mucho menos blancos.
Al llegar a casa me tiré de cabeza a Google y busqué qué se había hecho XXX en el orto.
Porque llegué a pensar que se había depilado el ojete y el dolor me parecía insoportable para una zona con tan poca exposición.
Desde entonces estoy dudando si para mí tendría sentido apuntar en mi listado de pendientes dicho tratamiento. Ni siquiera sé cuál era el color de mi esfínter cuando tenía 20 años. Otra cueva clausurada.
A mí no me da la vida para tanto elixir de belleza interna.
Preferiría dedicar mis ganancias a un disparo con espada láser en el suelo pélvico y dejar de preocuparme por los escapes con cada estornudo o ataque de risa feroz.
Hace lustros que me depilo en casa todos los rincones a los que llego. Incluidos los dedos de las manos. Ya no me avergüenza confesarlo, no desde que vi que también le quitaban los mismos pelos a Sandra Bullock en Miss Agente Especial. No soy la única con manos de hombre lobo.
Me hago yo solita la pedicura, o, mejor dicho, me pinto las uñas. Aunque me llegue el esmalte a la planta de los pies, no puedo resistir perder el tiempo que requieren mis extremidades para quedar presentables. Me pongo de los nervios. Incluso de la peluquería salgo con la cabeza mojada.
Porque prefiero dedicar las horas del día a otras tareas. Como contaros todas mis preocupaciones. O seguir escribiendo mis novelas, aunque no me conviertan en la más famosa de las escritoras. A lo peor mi padre era un visionario cuando de pequeña me llamaba Perico y mi único defecto es la falta de feminidad…
¡Quién sabe!
Decidme si vosotras habéis probado algún juguete sexual recomendable o un tratamiento de belleza infalible y definitivo que merezca la pena. ¡Comparte!