¿Tienes una cuenta en Facebook, Instagram, Twitter, TikTok, Pinterest, una sala en Clubhouse...?
Si has marcado con un sí la casilla de alguna de estas redes sociales, te recomiendo que te quedes, este artículo te interesa.
Lo primero que debes plantearte es por y para qué tienes esas cuentas. Existe un perfil de voyeur, que es como los franceses llaman a los cotillas; un perfil de activista declarado, ese que se pasa la vida colgando comentarios y compartiendo sus propios pensamientos y anécdotas; y por último, el que se decanta por ser un mero intermediario, ese que solo comparte publicaciones ajenas sin atreverse a enseñar la pezuñita de lo que piensa él por si se le echan encima los leones, o los pajaritos.
Existe un submundo que va más allá de todos estos clichés y es aquel que solo tiene una cuenta para poder hablar abiertamente de lo que piensan, sienten, cuelgan o comen los demás amparados por la distancia, pero que no admiten una réplica.
Y yo digo, «¡ay, Manolete, si no sabes torear pa qué te metes!».
Yo tengo muy claro dónde clasificarme. Soy claramente activista. Lo digo todo, pero no todo lo que digo es real en mi propia vida. Pero también me gusta comentar las publicaciones de personas a las que sigo. Siempre en positivo. Si me desagrada una vez lo que publica, me callo. Si me desagrada SIEMPRE lo que publica, dejo de seguirlo.
Bastante tengo yo con aguantarme a mí y mis circunstancias como para ver cómo me hierve la sangre por pensamientos que atentan contra mi manera de vivir y pensar. Me marco una retirada a la francesa, que no se va a enterar nadie, y si se entera, pues lo lamento mucho.
Me he dado cuenta de que en este último año hay cada vez más perfiles que se muestran a lo bestia, pero que no soportan un comentario mínimamente contrario a lo que quieren leer en sus redes. Y mucho me temo que esto no es el país de Nunca Jamás. Que si te muestras, y te conviertes en un ente mínimamente público, tienes que saber encajar las críticas. Siempre que se hagan con educación y una mínima base.
Como puedes imaginar, no me refiero a las críticas sobre si tu pelo está bien o mal teñido ni si tus dientes necesitan una ortodoncia o un blanqueamiento. Eso no quiero ni mencionarlo. Esa gente no me interesa ni para hablar mal de ella. Entre otras cosas porque tampoco lo llevaría bien viniendo de mi madre o mi hermana. Nadie sabe las circunstancias que hay detrás de unas raíces muy a la vista.
Me refiero a mostrar el trabajo para crear una marca personal que te ayude a vender más. Esta suele ser la finalidad de las redes sociales de muchas PYMES, autónomos, y algún profesional inclasificable como somos los escritores. De estos es de los que más sé.
Cuando un autor rompe la barrera de su intimidad y lanza sus escritos al gran público, se abre a la posibilidad de que encuentre amantes de sus letras y detractores. No es posible gustar a todo el mundo, o mejor, muy pocos consiguen gustar de verdad a todo el mundo.
Un posible lector se asoma a una librería digital, compra tu obra, la recibe en su casa, la lee y cuando la termina tiene la opción de decirle a otros posibles compradores qué le ha parecido ese producto que compró. Sí,el 99% de los libros que hay en el mercado son meros productos, no obras de arte como La Piedad de Miguel Ángel.
Esto aplica al libro de la historia familiar que escribió tu prima durante un campamento de verano en Soria y para la freidora de aire de Cecotec.
Si nos llega un producto que no funciona o no cumple con nuestras expectativas, lo devolvemos y ponemos una mala crítica para avisar que otros incautos caigan en la misma trampa que nosotros. Y probablemente nos encontremos con que en el mar de opiniones habrá muchas muy buenas del producto, otras regulares y otras malas como la nuestra.
Y NO PASA NADA.
¡¡Ay, pero líbrame señor de criticar las frases mal construídas de tu árbol genealógico, obra de tu prima soriana!!
En el momento que llegan esas palabras, que se clavan como escarpias en el frágil corazón del susodicho autor, independientemente de si esa crítica está muy bien argumentada, construida con respeto y es una mala entre muchas buenas, el mundo se derrumba a los pies del proyecto de literato.
Seamos realistas, muchos de nuestros libros no valen. Lo siento, tenemos que ser sinceros con nosotros mismos. Pueden gustar a nuestro círculo más cercano porque tienen un velo de cariño sobre su criterio, pero un perfecto desconocido, que te mira con la distancia propia de un comprador, tiene todo el derecho del mundo a decir que tu historia no es buena.
Porque nos gusta mucho, NECESITAMOS incluso, que nos alaben. Que nos reafirmen constantemente desde fuera, que nos digan que lo que hemos hecho, creado, escrito o incluso dicho es muy bueno. Yo la primera, que conste en acta señoría. Se llama síndrome del impostor en algunos casos, pero en otros, estoy segura de que se trata de una voz interior que nos está gritando una verdad que conocemos pero que preferimos callar.
No me cansaré de reptirlo: todos tenemos una historia dentro, pero no todos deberíamos sacarla a la luz.
Y hablo en primera persona del plural, porque estoy segura de que hay más de uno que piensa exactamente esto de mis dos novelas. La primera, mi madre.
Debemos aprender a pasar página. A rumiar la crítica negativa, porque duele, no hay duda, y sacar las conclusiones positivas de ella para crecer y mejorar. No encallemos ahí, llorando en público la amargura de la incomprensión. Quédate con lo bueno. Si tu estructura no es buena, busca otra que la mejore para la próxima vez. Si tus personajes son planos, profundiza en ellos; tómate un té con todos y decántate por crear un perfil perfecto de al menos el protagonista o un secundario. Si la trama es pueril en sus formas, lee como una loca todas las novelas de autores consagrados de tu género para empaparte de lo que sí funciona. Mejora, aprende, no tires la toalla, pero no te pases la vida llorando por las redes y las esquinas.
Voy a ser políticamente incorrecta, lo normal en mí, y confesaré que no me gusta Miró. Que soy una analfabeta artísitica y siempre digo que lo que él creó lo puede hacer cualquiera. De hecho, mi sobrino pequeño, cuando tenía cinco o seis años, hizo un dibujo tan parecido que podría pasar por obra del genio catalán. El pobre estará revolviéndose en su tumba, pero no creo que sienta una punzada por mi falta de criterio (si es que lo es) porque habrá tenido miles como las mías.
Para acabar con un toque positivo y no dejar mal sabor de boca, recordaré la frase de otro grande de la pintura que sí que me parecía un auténtico genio, Salvador Dalí:
Que hablen bien o mal; lo importante es que hablen de mí.
Feliz semana, queridas.