Suena como una canción de Marisol, que es muy de mi infancia, pero no puedo evitar empezar así. A pesar del tópico, hoy lo escribo con el corazón.
Cuando en febrero por fin me lancé a la blogosfera, tenía que presentarme de alguna manera. Con la mochila llena de prejuicios y un pudor que me envolvía dos veces el cuerpo, tuve que definirme como escritora.
¡Qué término más grande!
Si pienso en escritoras me vienen a la mente autoras de la talla de Isabel Allende, Ana María Matute, Almudena Grandes, María Dueñas, Julia Navarro, Matilde Asensi…
Yo no soy ni la sombra que proyecta su sombra, y aún así, siguiendo la lógica de la madre de Forrest Gump, quien escribe es escritora.
Y yo llevo escribiendo mucho tiempo, aunque no por ello era escritora en el sentido estricto de la palabra. Pero ahora, con mi niño publicado por una editorial tradicional, ya puedo decir, aunque sea con toda la humildad del mundo y con la boca pequeña, que soy escritora.
Lo sé, hoy vengo cargada de frases hechas.
Pero quiero explicarte por qué.
Cuando era una adolescente empollona y llevaba unas gafas redondas y grandes como la Plaza de Las Ventas, quería estudiar periodismo y escribir. Era el camino lógico, y el que han seguido grandes periodistas de nuestro tiempo: Mónica Carrillo, Cristina Morató, Raquel Martos…
No contaba yo con que pudiera haber negativa paterna. Pero la hubo.
Así que a otra cosa, mariposa. Reinvéntate.
Y lo hice. Me decanté por estudiar traducción y poder reescribir las obras de otros. Era un camino alternativo. ¿No crees?
Pero lo cierto es que es un mundo muy cerrado, en el que es difícil entrar y, como en todos, hay que empezar por el principio y los cimientos, y yo quería desembarcar directamente en el tejado.
Nunca dejé de montarme historias en la cabeza, pero pasaron años hasta que empecé a plasmarlas en un ordenador.
No ha sido fácil.
No lo es.
Dudo que lo sea en el futuro.
No creo que haya escrito un éxito de crítica.
De lo único que tengo la certeza absoluta es de que está aquí.
Si lo trato como a un hijo, es probable que el exceso de crítica sea parte de nuestra relación. Me encantaría ser de esas madres que ensalzan a sus hijos incluso cuando lo que en realidad desean es utilizar su cepillo de dientes como escobilla del inodoro y no confesárselo.
Desgraciadamente, tiendo a la hiperrealidad. Como un cuadro de Antonio López, pero en madre. Incluso, a veces, con una visión distorsionada de la realidad. Mis hijos son mucho mejores de lo que yo los veo.
¡Pobres criaturas! Haber caído en mis garras…
Pues este tercer hijo, también ha nacido con un pan amasado de críticas feroces por mi parte debajo de sus páginas. Sin embargo, ahí está. Vivo, rosa, con esa portada tan bonita…
No me digas que no es para comérselo, o para comprárselo.
Quería contarte de dónde me vino la inspiración, porque no, no es autobiográfico. Cuando mi madre creyó que lo era, y leyó una de las primeras versiones, estuvo sin hablarme un tiempo. No puedo contar las razones porque haría spoiler, y destripar un libro no es de guapas.
Esta novela, escrita sin grandes pretensiones literarias, pero sí con el deseo de divertir, surge como terapia personal. Cuando sentía que mi vida ya no me pertenecía, que no estaba preparada para ser madre de dos adolescentes, cuando una menopausia precoz atacó mi línea de flotación (y nunca mejor dicho porque me regaló unos michelines con los que floto más de lo normal), cuando el trabajo que me enamoraba me ponía los cuernos, sentí la necesidad de expresar mis sentimientos en un folio en blanco. Y solo quería vomitar mi tristeza en forma de bilis, no dejarme nada dentro. Renacer limpia y fresca de nuevo.
Curiosamente, cada frase me empujaba a reírme de mí misma y de mi drama personal desmesurado, y descubrí que la mejor terapia para un conato de depresión es la risa, la carcajada, el humor.
Y surgió 45 días por año.
Hay capítulos que sí he vivido en mis carnes, y los he transformado y novelado para que sigan manteniendo esa vis cómica que debe tener la novela al completo.
Otros son fruto de la escucha activa, de anécdotas que me han contado y que me veía en la obligación de compartir, porque son demasiado divertidas como para mantenerlas en el anonimato.
Y, finalmente, hay capítulos que son pura invención. Sí, también tengo capacidad para inventar mis historias.
Os dejo con Ana Gómez, la cuarentona que está hasta el moño de todo.
Podría llamarse Pilar García, o Carmen Gutiérrez, o Soledad Moreno. Eres tú, o tu amiga, prima o conocida. Somos todas en algún momento de nuestra vida.
Deseo con todas mis fuerzas que te animes a leerla, que te rías a carcajadas, que compartas los mejores momentos con las personas que más necesitan un ratito de humor.
¡Basta de dramas, por favor!
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