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UNA GENERACIÓN PERDIDA

UNA GENERACIÓN PERDIDA

Quien tiene un hijo, tiene un tesoro. Sobre todo cuando son bebés. No te dejan pegar ojo por las noches, pero esa capacidad de dejarse proteger, el aroma de su piel, sus primeros descubrimientos y la admiración con la que te miran no tiene precio.

Hace tiempo que mis dos hijos abandonaron el olor a galleta recién horneada que emanaba de su suave piel; ahora pasean un aroma muy de su edad: humo de tabaco rancio en ropas y cabello, duchas exageradamente frecuentes o infrecuentes en función de la etapa en la que estén; olor a calle y a casas ajenas. Porque seamos realistas, veo más a los amigos de mis hijos que a ellos. 

No hace falta ser muy avispado para entender que mis retoños no me soportan porque sigo poniendo límites y tratando de limar asperezas para una convivencia cordial, y sus amigos piensan que soy una enrollada. 

 

generación perdida

 

Le he pedido tantas veces al cielo que les regalara un trabajo y muchas ganas de independizarse que cuando este verano uno de los aguiluchos abandonó el nido, me pilló tan desprevenida que me puse a llorar. 

Y juraría que no era de alegría. 

Mis plegarias habían sido escuchadas y mis deseos se verían cumplidos. Pero, ¿de verdad era lo que quería?

No te lo vas a creer porque es bastante curioso, pero resulta que un hijo solo hace más ruido que dos. No me estoy metiendo con los hijos únicos ni con sus padres, sino que cuando uno tiene hermanos está tan acostumbrado a compartir desde el baño hasta el exceso de atención de los padres que su persona logra diluirse en determinadas situaciones que así lo requieren. 

Así que una vez superada la pérdida, me dispuse a disfrutar de una vida un 50% más tranquila.

Ay, Manolete, si no sabes torear, pa qué te metes...

El aborrescente impar se sentía desnudo. Le faltaba su otra mitad, aunque no fuera su gemelo. Su bro, su hermane, su némesis, su te quiero pero te odio había puesto tierra por medio. Ahora mamá solo tenía ojos para su habitación, el estado del baño, su estado emocional, las horas que pasaba en casa, las horas que no pasaba en casa, lo que comía, el momento en que descomía... Se estaba estresando con tanta intensidad maternal. 

Mientras yo, que soy muy de hacerme ilusiones y planficar un futuro de color de rosa que luego me niego a llevar a cabo, ya estaba planeando cómo dividir nuestras navidades si el hijo pródigo no contaba con vacaciones en su nueva ciudad de residencia. Tal vez debería haber pensado antes en que consiguiera primero un trabajo y luego ya hablaríamos de vacaciones, pero yo soy así, un poco caótica. 

Cuando ya tenía encargado el pavo para los cuatro, que pensaba trasladar junto a toda la fauna de mi familia hasta mi rincón favorito de la playa (lo de la fauna es porque tenemos cuatro mascotas), el hijo pródigo regresó al hogar y yo volví a llorar. Había dejado su dormitorio impecable y decorado para los invitados. Esfuerzo en vano porque en menos de una semana estaría en el catastrófico estado en que la había dejado.

 

generación perdida

 

Por suerte, me equivoqué. Ha vuelto más limpio y concienciado. 

El que no se había marchado no se ha alegrado de su vuelta. En el fondo, a pesar del exceso de observación, había conquistado algo tan cotizado como el coche y no estaba dispuesto a compartirlo. Además, la distancia había hecho mella en su relación, y como un novio tóxico, quedaba mucho resquemor pegado a la sartén por limpiar. 

Mientras, el padre de las criaturas no ha podido decir gran cosa porque, aunque quisiera, no tiene tiempo. Su trabajo le obliga a ir de un lado a otro de la geografía española y termina tan cansado que nos da lástima fastidiarle el tiempo libre con la vida familiar que se está perdiendo (nada que haya que recordar, la verdad).

El caso es que estamos de nuevo en la casilla de salida, con unos hijos con muy poca estabilidad laboral y con la cohabitación pasada de revoluciones, que no tenemos ninguno edad para tanto uso de la convivencia. Pero es lo que hay. 

Esta pobre generación perdida va a vivir de nosotros y con nosotros, sus padres, hasta quién sabe cuándo. 

Luego los criticaremos y hablaremos pestes de ellos, yo la primera, pero si echo la vista atrás y contemplo mi pasado, soy consciente de mi inmensa fortuna y creo que ellos no van a vivir lo mismo que yo. 

Es cierto que están en un limbo de crecimiento que les hace creerse adultos con todos los derechos, a la vez que niños de parbulario sin ninguna obligación más allá de comer, dormir y no tener rabietas. Tampoco en eso les ha ayudado su situación. Muchos padres les dimos una llave con pocos años, se la colgamos al cuello y los dejamos solos en casa al cuidado de la televisión.

Y puedo afirmar que no ponían La 2 y sus documentales de fauna salvaje.

No me quiero preocupar, no voy a estar siempre aquí ni pendiente de ellos, pero quiero pensar que esto ha de cambiar. No solo por ellos, también por mí. Aunque los extrañe cuando estamos lejos he vivido en primera persona que la separación remienda muchas relaciones descosidas, y yo no quiero que las nuestras se rompan. 

Así que, si llegado el día ellos no se van, tendré que ser yo quien abandone la casa. 

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